(En memoria de José Jiménez Lozano, aquí os dejo este artículo suyo,
dedicado a Simone Weil, publicado en el monográfico de la revista "Archipiélago", nº 43- septiembre/octubre 2000)
Queridísima e irritante
Simone
Simone Weil, se mire por donde se mire, es una figura que se
aparta, disiente, extraña. Se dice que La Pléiade pensó en publicar sus obras,
y que alguien de “los grandes” allí editados -a mí me gusta fantasear que fuera
Julien Green- hizo un contundente razonamiento: "Si ella está aquí, ¿qué
hacemos ahí nosotros?" Es decir:
“Esto no es literatura, señores. Ni
siquiera la más alta”. Y así es.
Esa
escritura de la Weil no es literatura, ni ninguna otra cosa; y la propia Simone
¿qué es?, ¿quién es? Obviamente se la puede valorar y colorear ideológica y
políticamente, por ejemplo; y esto último es lo que ha hecho a veces pro domo sua cada quisque, y otras
tantas por la obviedad de las opciones socio-políticas mismas de la Weil, que,
sin embargo, tienen una trastienda realmente mística, que, lógicamente, no es
nada partidista ni ideológica. Pero, en cualquier caso, no se suelen subrayar,
a este propósito ideológico o político, aspectos de una soberana lucidez
política, como que ella, una pequeña profesora de un liceo provinciano,
describió la naturaleza criminal del nazismo como la repetición industrial y
tecnológica de la Roma vorax hominum,
y que sabía perfectamente el matadero que era la URSS, con sólo leer L´Humanité, sin tener que esperar a la
caída del régimen ni a los papeles del Kremlin; es decir, algo que parece que
ha estado al alcance de muy pocos, y desde luego no de la alta “intelligentsia”
ni de la “sovietología científica” occidentales. Y, por lo que respecta a
España, ni alusión hubo nunca - y sigue sin haberla - a la clarividente y
desgarrada, agónica carta, que escribió a Bernanos sobre la guerra civil
española, cuya lectura ahora mismo nos sería tan necesaria para ver lo que no
queremos ver en su terrible desnudez, y debería levantarnos sarpullidos en el
alma a “los hunos y los hotros” de entre
los españoles, según la muy exacta expresión unamuniana (1).
Un místico también puede ser movilizado ideológica, política
y culturalmente, desde luego, -y no haría falta más que recordar la
verdaderamente folklórica militarización partidista de Teresa de Ávila en la
post-guerra civil española-, pero es en balde, incluso en cuanto a provecho
último de sus movilizadores; exactamente como tampoco sirve un místico para
ornato palaciego. Pero todo esto se seguirá intentando, y la escritura de la
Weil también ha sido, y es, llevada de un lado para otro, y trasteada hasta en
los salones, como la Teresa de Ávila fue llevada por su propia ingenuidad al
palacio de la de Éboli; cuando puso en las de la Princesa su autobiografía, en
un instante de imprudencia y para pesar muy amargo suyo luego, ciertamente. La
de Éboli, en efecto, tenía que ver con Teresa y su obra lo que la Weil con la
literatura, la sociología, la filosofía, la política, la mundanidad cultural, o
pongamos cualquiera otra cosa. Unamuno tuvo aquel sarcasmo a propósito de
Menéndez Pelayo, afirmando que éste creía que la mística era un género
literario; y todavía podemos reírnos, pero no de Menéndez Pelayo, sino de que
todavía funcionan así las cosas. Sólo que ¿cómo funcionarían de otro modo? (2)
¿Cómo podría decir el mundo, la construcción cultural de éste, que la mística
es lo que es? No sería el mundo, se desconstruiría a sí mismo; porque la
mística es la negación del mundo, de su consistencia, el pasmo ante su no-nada,
su sustancial vacuidad. Teresa de Jesús lo explicaba muy bien, cuando decía que
tomaba el mundo a peso, y no le pesaba; estaba en medio de él, y la parecía que
soñaba. Y sabemos que Juan de la Cruz se asía, a veces, fuertemente a un muro,
una puerta, o un mueble, o se hacía daño en las manos, o se pellizcaba, para no
escapar de la realidad externa, mundana y social, de la que ni se percataba
(3). Luego, se han hecho infinitas interpretaciones a estos y otros gestos o
conductas de estos “extraños”, como se han hecho de su obra; pero, con mil
perdones, tengo que echar mano, aquí, del muy burdo pero muy eficaz símil del
pobre asno que entra en una cacharrería, o tienda de cerámica: no sólo no puede
entender nada, sino que cualquier movimiento, hecho con la mejor voluntad de no
tropezar con cualquier cosa, hace añicos aquellos frágiles y hermosos barros.
Es así. Teresa de Ávila, metida en asuntos de oración y amor a un Rostro
invisible, no podía entenderse con la muy mundana Princesa de Éboli, incluso si
ésta tenía antojo por entonces de hacerse monja, “para ver qué era eso”, o “por
tener una experiencia más”, que se dice en nuestro mundo; pero la psicología,
la sociología, la filosofía, la teología misma, ¿qué hacen en esa “cacharrería”?
Nada, destrozos. Van allí a valorar y a sentenciar, y “teología mística” sólo
significa esto: “tribunal de ortodoxia”, hasta lingüística, frente a
experiencia y escritura místicas. Y necesariamente, porque la mística es uno de
los dos caminos -y no hay otros- para escapar de la mentira religiosa; el
segundo es el ateísmo. Y ambos caminos son de una tal seriedad y radicalidad, y
una "cacharrería" tan delicada, que más vale no entrar ahí, y seguir
en el divertissement mundano -en el
sentido pascaliano del término: para di-vertirnos del pensamiento de la muerte,
que todo se lo lleva-, o, como mucho, asomarnos con temor y temblor y hacernos
cuenta de que no vamos a entender gran cosa. Así que debemos callar, y no decir
tonterías al menos. Ya hay muchas al respecto.
Y “la cacharrería” incluye, en este caso, obra y autor,
porque, en “la fábula mística”, como la llama Michel de Certeau, el autor es su
escritura, y a la inversa; y, si la escritura es desconcertante, porque produce
incluso su propia gramática (4), el autor es más desconcertante aún, y, con
frecuencia, risible. Desde luego no es “una personalidad”; que esto es cosa de
mundo, una mentira mundana más, como indica la palabra praestigium; el místico es un imbécil, un loco, un idiota, un don
nadie. Le pillan de medio a medio todos los traumas, complejos y demás
desgracias y patologías, médicas y psíquicas; es un marginal o déclassé social (5), o, de todos modos,
manifiesta los signos de ser “otro” incomprensible o pintoresco, e incluso
repele. Sólo basta pensar, sin salir de nuestro tiempo, en un místico mondain, por decirlo así, como el
Secretario General de las Naciones Unidas, señor Dag Hammarsjköld, muerto en
atentado aéreo, en 1961, durante las gestiones diplomáticas de pacificación del
recién independiente Congo ex-belga. Tuvo “su leyenda”. Pero Teresa fue, a las
claras, “la puta de Ávila” para algún inquisidor y bastantes gentes; y Juan de
la Cruz literalmente un pobre hombre, “un frailecillo de nada”, que, además, se
sentaba en el suelo como la mujeres de más baja extracción social y los
moriscos; y con su palabra y doctrina, y su propio actuar, sacaba de quicio a
veces hasta a la misma Teresa, quien, como todas las mujeres, sólo quería ser
feliz, y tenía como “bien agarrado” al mismo Dios, mientras que Juan, que por
otra parte no poseía ningún atractivo humano -no era el guapo, apuesto,
refinado, cultísimo, y encantador Gracián que fascinaba a Teresa - sólo sabía
repetirle: ni esto, ni esto, ni esto; nada, nada, nada; desnudez y noche en
todo; ni una concesión, ni una seguridad. Llegó a hartarse Teresa, y le
contestaría a Juan con el evangelio en la mano acerca de los más impuros y
malditos de los seres humanos, que Jesús acogía. Y, sin excusar para nada la
bruticie y crueldad de sus hermanos de orden, hay que comprender que debía de
tenerlos también bastante hartos aquel “pocas carnes” con su mismo vivir como
un sarmiento o una zarza. Y se vengaron a la hora de su última enfermedad, pero
él también pagó entonces, con sus sonrisas y ternura, su antiguo proceder de “lima
sorda”, como le apodaban por su rectitud y dureza como un huso. Teresa tenía
sentido del humor e ironías encantadoras -sobre los varones, los funcionarios
curiales eclesiásticos, y sobre sí misma especialmente- y cóleras terribles;
pero Juan, nada. Estaba allí, y su santidad soliviantaba. Y también su
escritura. Encontró la más alta poesía -esto se regala siempre, siempre se
encuentra- y la hizo añicos con sus comentarios. Obviamente, Ortega se dejó
seducir por la mayor ligereza del mundo, cuando escribió aquello de “el lindo
frailecillo de corazón incandescente, que urde en su celda encajes de retórica
extática”. ¡Ja! ¿Lindo frailecillo aquel cara renegrida de morisco pobre; y
encajes y retórica sus versos y escritura? ¡Qué cosas! Pero todo esto es burla
de salón intelectual y mundo, y ya está dicho que entra de lleno en la cuenta
del místico y de su escritura: la irrisión y el juego con él y con sus
adentros. Y, sin ir más allá, Cántico
espiritual, que contiene las imágenes del más alto erotismo, ha sido
utilizado como suministro de exutorios sexuales del intelecto sobre todo - alta
crítica -; pero claro está que también en Auschwitz, en los despachos de los kapos, resonaba Bach, para satisfacer
semejantes exigencias.
Por lo que sabemos de la Weil, desde muchacha repele, se hacía antipática. Una
buena mujer se apeó del tranvía, cuando la oyó hablar con su hermano de cosas
que ella no entendía y que le ofrecían la imagen de dos repelentes “niños
repipis” -aunque nada tenían que ver con ellos ni con los que ahora llaman superdotados- con una conversación
inaguantable. E inaguantable fue para monsieur Sartre y madame Beauvoir, que
tampoco podían seguirla; inaguantable para la administración de enseñanza
francesa, y seguramente no sólo por sus posturas más o menos sindicales; “difícil”
para sus propios padres, sobre todo para su madre; insoportable para Trotsky,
quien, tras una discusión con ella, salió de la habitación dando un portazo, y
llamándola “pequeña burguesa”, naturalmente, pero como el boxeador al que han
partido la mandíbula; extraña del todo para sus camaradas anarquistas durante
la guerra civil española, quienes sólo la consideraron útil para hacerse cargo
de la cocina, en la que en seguida mostró, además, resultar completamente
inhábil; inaguantable para el general De Gaulle, que dijo que era “una loca”,
cuando ella le propuso saltar en paracaídas sobre zona ocupada por los
alemanes; e incordiante e insoportable para los médicos en su última
enfermedad, en la que se negó a comer por encima de lo que era la ración
alimenticia de todos; físicamente repulsiva para Georges Bataille, que hizo de
ella el personaje de Lázaro, un hombre repelente por su físico aunque
interesante en su actitud revolucionaria, en su novela El azul del cielo. Y conservamos un retrato de la Weil, que
realmente es testimonio de una terrible desfiguración de su rostro y de su
cuerpo, conseguida por un decidido abandono, porque fue una adorable
muchachita, y quizás a monsieur Bataille no le hubiera parecido tan “evitable”
entonces. Cosas de especialista en erotismos.
Pero ésta, “la otreidad” que extraña, asombra, o incluso
repele, es la regla o la norma mística, desde Simón el Estilita, que “tanta
gracia” le hacía a Buñuel -porque obviamente no entendió gran cosa- hasta la
Weil o la Etty Hillesum incluso, que no fue nunca una “buena chica”, sino de
esas gentes jóvenes, embarcadas en alguna aventura de los adentros, a las que
el mundo dice: “Por este camino no se sabe adónde vas a llegar”. La respuesta
es siempre: “Adonde pongan el próximo campo de concentración”, porque es ahí
donde siempre acaba un místico; o en relación con el verdugo, que se dice en la
tradición mística islámica; y no es necesario naturalmente que láger y verdugo sean un establecimiento
y un empleado públicos, es suficiente la sociedad en que viven esos místicos,
somos suficientes nosotros con nuestras categorías y nuestros comportamientos,
es suficiente la mística aventura en sí misma, y, desde luego, la inevitable “com-pasión”
del místico por su prójimo aplastado, que le lleva a desposar ese aplastamiento
a la vez que clama contra él, pero por los otros, no para echar de sí la carga.
El místico es el único ser humano que puede, como un singular atlante, con el
sufrimiento del mundo, y asume con amor su escoria. Aunque, a la vez, toda esa
aventura desemboque también, para él, como en un oxímoron inimaginable, en la
alegría, en la pradera en cuyo arroyo beben los caballos de Cántico espiritual, en la que “Aminadab
tampoco parescía”.
Y bastante infantil es, asimismo, querer hacer de la Weil una
especie de Lady Di de élites alto-pensantes. Marc-Edouard Nabe ha comprendido
muy bien todas estas cosas, cuando escribe: "Albert Camus se recoge
largamente en la biblioteca de Simone antes de ir a recibir su premio Nobel,
pero no lo suficiente como para que le diera la fuerza de rechazarlo. Ella se
llamaba garçon manqué, pero era sin
embargo una fille manquée, una
burguesa frustrada, una proletaria frustrada, una judía frustrada, una
cristiana frustrada, de ahí su inmenso ‘éxito’ en todo... ‘La destrucción fue
mi Beatriz’, decía Mallarmé cuando se tomaba por Dante. ‘La autodestrucción fue
mi Virgilio’, hubiera podido decir Simone Weil, guiada en la visita al Infierno
y al Purgatorio de esta vida de aquí abajo, y luego abandonada por el suicidio
en el momento de entrar en la muerte, ¡ese Paraíso!...Una salvaje total...Una
de las múltiples razones que no han hecho de ella una santa; Cristo no es su
amante, es su hermano... ¡Las pintas de Simone! Su casquete a lo Berdiaeff; y,
a lo Péguy, su pèlerine de lo
absoluto. Como Nietzsche, sabe que el cristianismo es la religión de los
esclavos, ella quiere ser una esclava. Al superhombre ella opone la submujer.
Ya se sabe el resultado de este combate... La ascésis es su placer. Ella no se
priva de nada. Las privaciones la llenan... En la vida es burlesca como en el
cine. Negra y blanca, irritable, infantil, a lo Harry Langdon”. O, podríamos añadir,
entre una sufragista, o miliciana, y Pepito Pamplinas. Y una de las grandes
inteligencias del siglo.
El místico será hombre o mujer; un pobre de mente y
educación, o un brillante intelecto, una muchacha divertida como Cristina
Wonderbore (1160-1224), o como Cristina la Admirable, que murió de intenso amor
y en sus funerales se puso a revolotear por las vigas de la iglesia, y luego
vivió en los árboles como los pájaros; o terrible como Surin, cercado de
demonios; pero siempre “otro”. La “fauna mística” es extrañeza y extravagancia,
extraterritorialidad. No sólo no es del mundo, sino que niega al mundo, como
decía, o, más bien, comprueba y levanta acta de que "no es", de que no
tiene sustancia ni consistencia. Y lógico es que el mundo no pueda, ni quiera,
entenderle, ni soportarle; y que haga irrisión de él. Así fueron, son, y serán
las cosas entre el místico y el mundo, en cualquier geografía, y en cualquier
cultura, laica o religiosa. Pero hay una fisura importante en la historia
humana, realmente una sima que la separa en dos; en un momento dado -Nietzsche
nos dijo que unos doscientos años antes de que el loco del que nos habla lo
proclamara en el mercado-, Dios ha muerto. Y Simone Weil es una mística post mortem Dei; una mística de Viernes
Santo especulativo, para decirlo como Hegel, pero sobre todo existencial; y de
un Viernes Santo que ni siquiera es Viernes Santo, o conciencia de abatimiento,
sufrimiento, fracaso, y muerte. Es de día laboral, ordinario. Durante algún
tiempo fue festividad secular: el Viejo Tirano había muerto, y se festejaba; y
todavía quedan alegres jaraneros, trasnochadores de aquel festejo, pero ya
menos. Se acabó la fiesta, como se acabó el pesar. Nada, no es nada ya ese día.
¿Noche? No. Tampoco noche, día de oficina o de fábrica, y noche para tomar unas
copas e ir al cabaret. Calidad de vida, no hay más. O quizás sí: también
miseria humana en cantidades inimaginables, y mataderos humanos inimaginables
igualmente. Y el místico, Simone Weil en este caso, sí que se encuentra ahora “a
oscuras y en celada”.
Ciertamente que, en Juan de la Cruz, estaban la noche la
desnudez total, una noche como un infierno en el que lo Real Último, que el
místico persigue, Dios, desaparece. Pero ¡ah! sigue allí, tal es la convicción
más profunda. Una conciencia y convicción que desaparecen, durante algunos
espacios de tiempo al menos, en una muchachita que, a sus veinte años, desde su
pequeña sensibilidad burguesa y cursi, desde la religiosidad blandengue de un
convento provinciano de finales del XIX, es arrojada a los pensamientos y a las
experiencias de los grandes testigos de la muerte de Dios (los Dostoievski, los
Nietzsche, o los Heidegger) y de los
científicos que proclaman la total inmanencia y suficiencia del mundo, sin
ningún otro resplandor como no sea el de las partículas incandescentes de la
materia. Me refiero a Teresa de Lisieux, quien, siendo todavía una mocosa,
quedaba transida de sorpresa ante la mordedura del tiempo en los seres, porque
la mermelada que llevaba de merienda al campo no tenía la relucencia de la
mañana en la compotera o en el frutero del comedor de casa, y que, en lo sumo
de su sufrimiento, apelaba al Cielo, y sólo veía y sentía que era un agujero
negro: nada. Y ahí, frente a esa nada, fue machacada. Ella también fue una
mística post mortem Dei, pero todavía
quizás tuvo un clavo ardiendo donde asirse. Y lo hizo.
Pero la Weil está instalada, desde el punto de vista
intelectual y de la sensibilidad, en la modernidad total, en la que ya no hay
ni clavos ardiendo, y es alguien que se entrega a lo Real Último, no ya ut si Deus non daretur, sino etsi Deus non datur, pues podríamos
decir que estaba siendo “expelido como humo en los crematorios de Auschwitz, y
como materia orgánica en Gulag. Desaparecido para siempre. Independientemente
de que luego ella hable de un encuentro con Cristo. Esto es otra cosa, que
sabía muy bien Teresa de Ávila cuando hablaba de sus propias visiones, y que
Juan de la Cruz haría objeto de durísima crítica. La propia Weil dice muy
claramente a lo que hay que atenerse: "La ausencia de Dios es el más
maravilloso testimonio del perfecto amor". Sólo que para la Weil, como
para la Hillesum, ya no habrá una “alcoba mística”, ni un jardín de amor como
el del Cantar de los cantares o el de
Cántico espiritual, ni una morada de
consumación como en Teresa de Ávila. "La fábrica es su
alcoba mística, y es también la matriz de su simbolismo y de su léxico. La Cruz
en conjunto es comprendida como un objeto manufacturado, el producto de un
hecho artesanal. ‘El árbol de la vida fue un potro. Una cosa que no da fruto,
sino movimiento vertical’. Y ella reforzará en Espera de Dios ese sentimiento de artificialidad estéril,
describiendo la Cruz como ‘madera muerta, geométricamente escuadrada de la que
pende un cadáver’. Ya no es árbol, sino potro, la Cruz es una máquina de
suplicio, sorprendida en pleno funcionamiento; una vez su oficio hecho,
mecánicamente realizado, una vez producida la cosa para la que ha sido
concebida: producir cuerpos de Dios muerto", ha escrito François Angelier,
que ha llamado sin embargo a la Weil “la sherpa del Tabor”. Porque va a la
transfiguración. No se trata del gabinete de Sade, en que en gran parte se ha
convertido el mundo, sino del Tabor. Y ella tiene el secreto: "Cuando se
ama a Dios a través del mal como tal, es verdaderamente a Dios a quien se
ama".
Tal sería la
transfiguración de lo divino o Último, a la que el hombre sería llamado, y esa
sería la certeza última y primera, el “Je pense donc je suis”, piedra angular de su “Discurso del
método”, o la primera de las “Reglas para la dirección del espíritu” de la
mística Simone Weil. Tal la teoría del conocimiento de lo Real Último, y una
enunciación que nos reduce al silencio.
Aquí se liquidan todas las teodiceas, se responde a Job, y a
Auschwitz. Y, como en el caso de la Hillesum, en el campo de tránsito hacia
éste y su destino de muerte en las cámaras de gas, se tienen ojos para la
gloria y la hermosura del mundo -incluso si allí es un matojo enteco el que la
presentiza -, se puede alabar a Dios y consolarle en su impotencia, y no sólo
no desesperar del hombre, sino mirar compasivamente a los verdugos -es decir,
no expulsarlos de lo humano sino hermanarlos a nosotros mismos- y, más aún,
asumir ese mal como el lugar de encuentro, no dialéctico y de teodicea, o
protesta que interroga a la Divinidad sobre el mal y su sentido, sino encuentro
amoroso entre Dios y el alma; esto es, precisamente "las cosas de mucho
secreto" que Teresa ponía a cubierto de toda mirada en la morada central
del castillo interior, dispuesta para el Rey del mundo. Pero aquí no hay
castillo, ni Rey del mundo, y “las cosas de mucho secreto” son el horror y la
espesura del mal, que hay que desposar para ofrecer el amor y recibirlo del Ausente
y Muerto para siempre, que así revela su Rostro.
Y, entonces, yo no me
atrevo a escarbar más en esta fábula mística de Simone Weil, ni a tocar con
comentario un solo texto suyo de esta clase. Me parece que lo haría añicos. Me
quedo con la boca abierta solamente.
____________________________
(1) La
relación entre mística y política ha sido pormenorizadamente expuesta por
Aldous Huxley, que llama a la primera "religión teocéntrica" o
"religión espiritual", fórmula que puede aceptarse perfectamente a
los efectos de su exposición; y en términos generales, si nos ponemos de
acuerdo en torno a ese vocablo "religión", con el que no estaría muy
a gusto Karl Barth, ni yo tampoco; pero quizás el propio término de
"mística" está ya muy viciado. Se llama ahora mística a cualquier
cosa, como las antiguas patronas de estudiantes - aunque no sólo ellas -
llamaban chocolate a cualquier cosa. Las páginas de A. Huxley al respecto son
espléndidas, y recorren la gama de esa relación entre política y mística,
subrayando en primer lugar las actitudes de conocimiento del político,
"viejo todo vestido de cuero", al que, como para la generalidad de
los humanos, para los que "la potencialidad del conocimiento de Dios y de
su unión con Él...está cubierta, como lo dice Eckhart, “por treinta o cuarenta pieles o cueros, como
de bueyes, de osos, tan gruesos y duros”, es extraño el místico u hombre
teocéntrico. De manera que va, en sus relaciones con él, desde la hipocresía
condescendiente al aplastamiento puro y simple. Porque el poder no puede
tolerar que haya algo más real que él, e incluso algo Real Absoluto, ni tampoco
un hombre como el místico en cuya "punta del alma" o cámara interior,
no manda, como decía Saint-Cyran, "ni chancelier ni personne"; y que
no lo oculta. Aunque, para Huxley, la magna obra del místico, en este ámbito de
lo político, es su papel de humanización y antídoto de la barbarie. "Aquí
también - comenta a propósito de George Fox, tras haber aludido a Vicente de
Paul - el antídoto ha sido insuficiente para neutralizar más allá de una parte
de la ponzoña inyectada al cuerpo político por los estadistas, financieros,
industriales, eclesiásticos, y los millones de indiferenciados que llenan las
filas inferiores de la jerarquía social. Pero aunque no es bastante para
neutralizar más que algunos efectos de la ponzoña, la levadura del teocentrismo
es lo que, hasta ahora, ha salvado al mundo civilizado de su autodestrucción
total". Esto es, la presencia mística". (Grey Eminence, London, 1941)
(2) Naturalmente, el mundo de lo cultural está muy lejos de
funcionar tal y como la Weil lo entendía, como el universo de la verdad, la
belleza y el bien, que está reservado a los genios. Pero cualquier ser humano
puede entrar en ese reino, con tal de que haga el suficiente esfuerzo de
atención, y tenga un profundo deseo de la verdad, aunque es el territorio
propio de aquellos "príncipes de sangre": la escoria del mundo,
"les malhereux", "l´idiot de village" , que está más cerca
de Platón de lo que jamás pudo estarlo Aristóteles. Y la capacidad para
descubrir y contar esa su desgracia constituye la única medida del genio en el
pensamiento y en la literatura, con lo que los verdaderos genios del
pensamiento, el arte y la escritura, los verdaderos grandes, serían muy pocos,
y a la Weil le sobran dedos en las manos para enumerarlos, aunque su
enumeración no trate de ser exhaustiva, claro está. Todo lo demás sería, es
verdaderamente "un rien", estaribel y figuración de mundo; y desde
donde se la juzga a la propia Weil de ordinario. Y a todos los otros místicos.
¿Qué se podría entender? Las relaciones con la mística por parte del mundo
intelectual, que está estructurado y funciona como puro poder, son
verdaderamente las mismas que las señaladas por Huxley entre política y
mística.
(3) Pero nadie más realista que un místico, que busca lo Real
Último o Última realidad, y descubre precisamente la inanidad mundanal en el
proceso de esa búsqueda , palpando y sopesando lo que aparece como real, pero
no es sino "ens fictum", un poco a la manera que también Teresa de
Avila ha descrito como el ir deshojando las hojas del palmito para llegar al
cogollo; es decir, el "ni esto, ni esto, ni esto; ni esotro, ni esotro, ni
esotro" de Juan de la Cruz. En un plano estético, eso se traducirá en el
amor a lo minúsculo, lo simple y desnudo, y en el repudio de la consistencia y
la belleza formales, que darían a entender que "hay más de lo que
hay"; una estética del desdén, cómplice por cierto de la de Port-Royal des
Champs, con su miedo y su desprecio hacia "los italianismos", que
decía Monsieur De Barcos, segundo abad de Saint-Cyran, y que Juan de la Cruz
explicó muy bien en "Subida del Monte Carmelo", o en aquella, digamos
"cautela" con la que previno a sus frailes, que un día, se
maravillaban de una hermosa construcción: "Hermanos, no hemos venido a ver,
sino a no ver".
Desde el punto de vista socio-político, y cultural, ese
realismo se materializa en la exigencia de una autoridad real, que es autoridad
por sí misma, y así es reconocida, - Pascal diría "autoridad
natural"-, y en la oposición a toda autoridad "postiza", o
"puesta ahí", que Pascal llamaría "autoridad establecida",
y debía reconocerse externamente en pro de la paz pública. En Port-Royal mismo,
no se aceptaba fácilmente esto, y tampoco es aceptable para Teresa y Juan.
Tampoco, desde luego, para Simone Weil, que en "la estructura" ve la
fuente de la alienación humana, y eso la hace ser radicalmente crítica con el
marxismo. Así que podríamos decir que estas gentes son "iconoclastas"
o "desdeñadores" en estética, y "anarquistas" en socio-política.
Y podríamos añadir que a la vez serían "conservadores", por
indiferencia mundanal y escepticismo o pesimismo histórico acerca de la
estructura misma del poder de cualquier clase que sea; y que, desde luego no
podrían desposar la visión progresista de las cosas, que evacua la idea misma
de lo trágico en el hombre y en la historia, banalizando el sufrimiento, y
justificándolo y condonándolo con los logros del futuro, o convirtiéndolo en
coste imprescindible de estos. Pero claro está que andar con estas
"denominaciones" y este discurso no tiene sino un sentido analógico
muy débil y lejano, muy precaria y provisionalmente explicativo para nosotros.
Los místicos, por supuesto, sobrevuelan todos estos "apartheids" del
"ruido de moscas" que es el mundo, que diría Mère Agnès Arnauld.
(4) "El nombrar inventa una tierra nueva a la manera de
las narraciones de viaje, o, mejor, como lo hizo Adán por primera vez...Al
comienzo de la lengua mística hay palabras de autor que repiten el gesto
adámico" (Michel de Certeau, "La fable mystique", Paris, 1982).
"Dialecto místico" decía Sandaeus, parafraseando a Bernardo de
Claraval: "Lingua amoris ei qui non amat barbara erit"; y toda
lectura de un místico de cualquier tiempo deberá hacer cuenta de que se trata
de un lengua local de otro mundo, absolutamente otro; incluso si, como escribe
Jean Baruzi, "el lenguaje místico emana menos de vocablos nuevos que de
transmutaciones operadas en el interior de los vocablos tomados prestados del
lenguaje normal". Pero, para entender esa transmutación, hay que hacer el
viaje interior al mundo otro, desde donde el místico habla. Y una cosa es
clara: el místico no habla ni escribe jamás en oscuridad gnóstica ni jerigonza,
simplemente se trata de su lenguaje, el de su "yo" - "a esto
llamo yo", dirá Teresa - y el de su lugar o territorio otro. No del
lenguaje meramente comunicativo o instrumental, o "ahí-a-la-mano"
como lo llama Heidegger, ni del lenguaje estereotipado académicamente.
(5) Ha habido, como era esperable, una explicación
sociológica de cuño más o menos marxista, tanto del fenómeno del jansenismo y
de Port-Royal des Champs - en el hermoso libro de Lucien Goldmann, Le Dieu
caché -, como del otro fenómeno de la mística española; subrayando en el primer
caso la pertenencia de las monjas y de gran parte de los messieurs y mesdames
de Port-Royal a una burguesía parlamentaria y abogacil, la bourgeoisie de robe,
ya en descenso en cuanto a su influencia política y mundana y su propia
situación económica; y, para el segundo caso, invocando también la pertenencia
de Juan de la Cruz, Teresa de Ávila, etc., a la casta de conversos, una clase
igualmente en descenso desde el punto de vista económico, y de condición
sospechosa y vitanda en el plano político-social y religioso. Y la descripción
del fenómeno es exacta, pero su interpretación se convierte a todas luces en
inaceptable, si se quiere hacer de una circunstancia económico-social y
política la causa determinante del jansenismo, o de la aventura espiritual
mística.
La propia Simone Weil señaló ya, a propósito del freudismo y
la mística el lógico lenguaje erótico de ésta, que la expresión del amor humano
no tiene otra vía, y que es una absurda pretensión la de querer explicar
causalmente una realidad superior por otra realidad, que el freudismo mismo
tomaría, curiosamente, como inferior: la realidad sexual y erótica.
Otra cosa es que, desde el punto de vista místico mismo, y,
desde luego teológico, pueda y deba subrayarse que, naturalmente, sólo el
hombre en estado de precariedad y pobreza, en situación de desabrimiento de
mundo, o de estragado por la mentira y la no consistencia de lo mundanal, que
también señalarían los místicos como el inicio del camino -conversión para
Teresa, o caída en la cuenta de que "las cosas del mundo son vanas y
engañosas, que todo se acaba y falta como el agua que corre", para Juan de
la Cruz y también para los místicos medievales-, es capaz de preguntarse por lo
Otro, de sentir la necesidad de buscar lo Real Último. Pero, curiosamente, ni
en la Weil ni en la Hillesum, se da este proceso de desabrimiento o
estragamiento del mundo o de autoconciencia traumática de su vacuidad, y todo
es como si, desde la primera mirada que echan sobre la realidad, estuviera ya
para ellas todo claro, y eligieran precisamente la parte que, en el mundo post mortem Dei y para los hombres del
mundo moderno, aparece, desde luego, como no consistente y absurda en su misma
enunciación, mientras el peso y la gravedad del mundo y de la historia
presentan todas las apariencias de ser la Realidad Total y Única. Pero ellas ni
siquiera encontrarán vano al mundo, y se arrojan en él para desposar la
condición y la historia humanas en lo que tienen de más terrible - el mal -
como amor del Dios ausente y desvalido, muerto según ese mundo.