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08 mayo 2015

A vueltas con el odioso Yo

  • Esto dice Simone Weil:
"Todo el esfuerzo de los místicos se ha dirigido siempre a obtener que deje de existir en su alma alguna parte que diga “yo”. Pero la parte del alma que dice “nosotros” es aún más peligrosa. El tránsito a lo impersonal sólo se opera mediante una atención de una cualidad rara y que sólo es posible en la soledad.(...) No se lleva a cabo jamás en quien se piensa a sí mismo como miembro de una colectividad, como parte de un “nosotros”. (...) No solo la colectividad es ajena a lo sagrado, sino que desorienta proporcionando una falsa imitación".

"Dios nos ha vestido con una personalidad —lo que somos— con objeto de que nos la quitemos".
  • Y esto dice Léon Bloy:
"A propósito de ese molde deprimente usado en la Compañía de Jesús y que se llama "Ejercicios", yo afirmo que la santidad no es otra cosa que el esparcimiento feliz y completo de la individualidad, y que el estrangulamiento de ésta es una obra demoníaca. Cuanto más santo, más singular , empezando por san Ignacio de Loyola, que fue el más grande original de su tiempo".

O bien, continuando con Bloy:

"Carta a Léon Letellier, ex marino, actualmente atacado de filosofía: Pascal ha dicho que "El Yo es odioso". En eso se equivocó el pobre Blas, como se equivocan los grandes hombres: es decir, mucho más y mucho mejor que los hombres comunes. En realidad, nada hay interesante fuera del Yo, fuera de la visión nítida de un alma, bella u horrible, que se descubre. Verdad indiscutible en literatura, por ejemplo: un poeta sin su yo es insoportable, fastidioso y repulsivo. Cuando usted escribe que "no somos interesantes", que "no podemos interesarnos recíprocamente, ni siquiera por nosotros mismos, por lo que en nosotros es individual o exclusivo", se engaña impúdicamente a sí mismo, por errar a la manera de Pascal pero con muchas más palabras, en una oscuridad mucho más profunda y doscientos cincuenta años más tarde".

             Y aquí estoy yo (con perdón...), hecha un lío y de acuerdo con los dos.

09 julio 2010

Desesperación femenina y masculina... y un sorprendente final (y 4)

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(...Continuación)

[Kierkegaard, filósofo de la esperanza cristiana y profundísimo psicólogo de los muchos grados y formas que reviste la desesperanza, esa enfermedad mortal que consiste en vivir de espaldas al yo eterno, al yo que se es (única enfermedad verdaderamente "mortal", ya que las que "se terminan con la muerte" no son propiamente "de muerte" -y aquí trae las palabras de Jesús ante la tumba de Lázaro: "Esta enfermedad no es de muerte" Jn XI,4), considera que en la desesperación puede reconocerse una forma típicamente femenina y otra típicamente masculina. La primera, o desesperación-debilidad, sería la de no querer ser quien se es; la segunda, o desesperación-desafío, consistiría en querer ser quien no se es (en el texto que circula en Internet dice "querer ser quien se es", aunque a renglón seguido se habla del deseo "encarnizado" de "construir un yo imaginario". A ver si consigo el librito de Trotta con la traducción de Demetrio González Rivero -impagables traducciones que habrían librado a Unamuno del engorro de aprender danés- porque no lo veo muy claro).
Las dos formas, femenina y masculina, aun con puntos en común, son radicalmente diferentes: ella es otro; él se inventa.
Y pienso en tantos personajes literarios femeninos que parecen darle la razón. En el "Yo soy Heathcliff", por ejemplo, de Cathy, la protagonista de Cumbres Borrascosas (es difícil sin embargo imaginar a Dante diciendo "yo soy Beatriz"). Desde el lado masculino, llevado a su extremo el yo imaginario, quizá Don Quijote... Aunque precisamente en don Quijote el personaje ficticio es el que permite a D. Alonso ser quien es. El quijotismo es algo muy masculino, no cabe duda.
El texto que sigue, una nota aclaratoria a pie de página con un curioso -y pelín vanidoso- remate, me ha parecido muy interesante. Como todo Kierkegaard, otro descubrimiento tardío, qué alegría ]

"...Lejos de mí, sin embargo, el pensamiento de que no se puede encontrar en la mujer formas de desesperación masculinas e, inversamente, en el hombre formas de desesperación femeninas; pero esta es la excepción. Claro está que la forma ideal no se halla en ninguno y sólo idealmente es enteramente verdadera esta distinción de la desesperación masculina y de la desesperación femenina. En la mujer no existe esa profundización subjetiva del yo, ni una intelectualidad absolutamente dominante, aunque ella posee mucho más a menudo que el hombre una sensibilidad delicada. En cambio su ser es adhesión, abandono, pues si no, no es mujer. Cosa extraña: nadie tiene su mojigatería (palabra bien formada para ella por el lenguaje) ni ese mohín casi de crueldad, y sin embargo su ser es adhesión y (esto es lo admirable) todas esas reservas no expresan en el fondo más que tal condición. En efecto, a causa de todo ese abandono femenino de su ser, la Naturaleza la ha armado tiernamente con un instinto cuya finura sobrepasa a la más lúcida reflexión masculina y la reduce a nada. Esta afección de la mujer y, como decían los griegos, ese don de los dioses, esa magnificencia, es un tesoro demasiado grande para que se lo arroje al azar; ¿pero qué inteligencia humana lúcida tendrá jamás bastante clarividencia para adjudicarlo a quien se lo merezca? Por esto la Naturaleza se ha encargado de ello: por instinto, su ceguera ve más claramente que la más clarividente inteligencia; por instinto ve adónde dirigir su admiración, dónde llevar su abandono. Siendo todo su ser adherirse, la Naturaleza asume su defensa... Pero esta adhesión profunda de su ser reaparece en la desesperación, es su modo mismo. En el abandono ella ha perdido su yo y sólo así encuentra la felicidad, vuelve a encontrar su yo; una mujer feliz, sin adherirse, es decir sin el abandono de su yo, fuere a quien fuese por lo demás, carece de toda femineidad. También el hombre se da y es un defecto en él no hacerlo; pero su yo no es abandono (fórmula de lo femenino, sustancia de su yo), y tampoco necesita perderlo, como hace la mujer, para volver a encontrarlo, puesto que ya lo tiene; él se abandona, pero su yo permanece allí como una conciencia sobre el abandono, mientras que la mujer, con una verdadera femineidad, se precipita y precipita su yo en el objeto de su abandono. Perdiendo ese objeto, ella pierde su yo y entonces cae en esa forma de la desesperación en la cual no se quiere ser uno mismo. El hombre no se abandona de esa manera; por ello la otra forma de la desesperación lleva el signo masculino: en ella el desesperado quiere ser él mismo.
Esto para caracterizar la relación entre la desesperación del hombre y de la mujer. Sin embargo, recordemos que aquí no se trata de abandono en Dios ni de la relación del creyente con Dios, en la cual desaparece esa diferencia del hombre y de la mujer. Aquí es indiferentemente cierto que el abandono es el yo y que se llega al yo por el abandono. Esto vale tanto para el uno como para la otra, incluso si muy a menudo en la vida la mujer no tiene relación con Dios sino a través del hombre."
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S. Kierkegaard, La enfermedad mortal (Tratado de la desesperación. Libro I. Capítulo II) . Texto tomado y corregido de http://www.librodot.com/.

08 julio 2010

Desesperación femenina y masculina. Kierkegaard (3)


(... Continuación)

"...Desesperar de algo no es, pues, todavía, la verdadera desesperación; es su comienzo, se incuba, como dicen los médicos de una enfermedad. Luego se declara la desesperación: se desespera de uno mismo. Observad a una muchacha desesperada de amor, es decir de la pérdida de su amigo, muerto o esfumado. Esta pérdida no es desesperación declarada, sino que ella desespera de sí misma. Ese yo, del cual se habría librado, que ella habría perdido del modo más delicioso si se hubiese convertido en bien del «otro», ahora hace su pesadumbre, puesto que debe ser su yo sin el «otro». Ese yo que habría sido su tesoro -y por lo demás también, en otro sentido, habría estado desesperado- ahora le resulta un vacío abominable, cuando el «otro» está muerto, o como una repugnancia, puesto que le que recuerda el abandono. Tratad, pues de decirle: «Hija mía, te destruyes», y escucharéis su respuesta: «¡Ay, no! Precisamente mi dolor está en que no puedo conseguirlo».
Desesperar de sí mismo, querer deshacerse del yo, tal es la fórmula de toda desesperación, y la segunda: desesperar por querer ser uno mismo, se reduce a ella… Quien desespera quiere, en su desesperación, ser él mismo. Pero entonces, ¿no quiere desprenderse de su yo? En apariencia, no; pero observando de más de cerca, siempre se encuentra la misma contradicción. Ese yo, que ese desesperado quiere ser, es un yo que no es él (pues querer ser verdaderamente el yo que se es, es lo opuesto mismo de la desesperación); en efecto, lo que desea es separar su yo de su Autor. Pero aquí fracasa, a pesar de que desespera, y no obstante todos los esfuerzos de la desesperación, ese Autor sigue siendo el más fuerte y la obliga a ser el yo que no quiere ser… el hombre desea siempre desprenderse de su yo, del yo que es, para devenir un yo de su propia invención. Ser ese «yo» que quiere, haría todas sus delicias -aunque en otro sentido su caso habría sido también desesperado- pero ese constreñimiento suyo de ser el yo que no desea ser, es su suplicio: no puede desembarazarse de sí mismo. "
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S.Kierkegaard, La enfermedad mortal (Tratado de la desesperación . Libro I. Cap.III). Texto tomado y corregido de: http://www.librodot.com/

10 mayo 2010

Identidades narrativas 6. "Tú eres ese hombre" (2 Sm 12,7)


Lo cuenta el Segundo Libro de Samuel: Después de que David, paseando por la terraza, descubriera a Betsabé en el baño, mandara que se la trajeran, le hiciera un hijo y, tras el fracaso de sus estratagemas para ocultar los hechos, diera órdenes para que su marido, el oficial Urías, no saliera vivo del combate, Yahveh le envió al profeta Natán.
Natán, sorteando con habilidad las defensas de la autojustificación y el orgullo, le hace oír su propia historia como si fuera la de otro. En el momento en que David, encolerizado con el relato, decide que aquel otro merece la muerte, Natán le revela: “Tú eres ese hombre”… La visita termina, muy encantadora, verdadera y sencillamente así: “Y Natán se fue a su casa”. Las visitas de Natán son cortas, de otro modo no podrían resistirse.
Natán es el demoledor de las “identidades narrativas”, de los cuentos que nos contamos, bien trabados, presentables y sin fisuras; la luz que Yahveh nos envía, sin manto y sin sandalias pero habilísima hoy igual que entonces, y nos dice que no somos como nos figuramos, sino bastante peores, y, a la vez, que no somos sólo eso, miseria puesta al desnudo, sino bastante más.
De falsas identidades y corazones contritos y humillados, como el que se rompe en el Salmo 51 después de que David reconociera su culpa, habla también la parábola de Jesús que empieza “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, uno de esos que cobran impuestos para Roma…” (Lc 18, 9-14).
Sin la visita de ese Natán interior, sin esa luz enviada que destruye y reconstruye, y que siéndonos íntima no nos es propia, como sí lo son la razón, la memoria, el orgullo y el deseo –manipuladores y siempre interesados-, no veo cómo podríamos conocernos, ni llegar una chispa más lejos que el famoso barón que pretendía salir del pantano tirándose de los pelos hacia arriba.
Y aun con todo lo anterior, la pregunta por el quién, afortunadamente, no parece tener cumplida respuesta aquí abajo. Quizá sólo tengamos que aprender a vivir en la humildad del no-ser, acoger la incertidumbre, dedicarnos al hacer y dejarnos de preguntas. Porque, además de nuestras culpas, sólo una cosa está clara: que donde se levanta el “tú”, la pregunta por el “yo” desaparece. Es difícil imaginar a Teresa de Calcuta cuestionándose su identidad, o, sin ir más lejos, a mi vecina, la que pasea a su padre, inválido, ciego y hecho un primor, mientras le radia lo que se va encontrando, preguntándose quién soy yo. Yo soy quien te quiere, eso basta.

Resumiendo y terminando, que va siendo hora: Ya lo dijo Víctor Hugo, con la hondura de los grandes poetas y como si respondiera a todos de un tirón, empezando por el oráculo de Delfos y terminando por H. Arendt: “Estoy velado para mí mismo, no sé mi verdadero nombre”. Así es, y ni falta que hace. Nuestro verdadero nombre, así lo espero, nos será dicho.

03 mayo 2010

Identidades narrativas 5. Cuentos chinos

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“Conócete a ti mismo”, decía la famosa inscripción del templo de Apolo. Y en que es algo muy conveniente, desde entonces para acá, estamos todos de acuerdo; en que sea fácil o incluso posible, después de veintitantos siglos dándole vueltas, ya no tanto. Según parece, su sentido original, lejos de pretender lanzar al hombre al buceo introspectivo en busca de su mismidad, era simplemente el de un llamado al respeto de los límites, un aviso contra la desmesura. Pero llegó Sócrates, agarró el oráculo, que para eso son oscuros, contestó muy humildemente: “sólo sé que no sé nada” y empezó la fiesta, y lo de dentro y lo de fuera, y los puentes que se tienden o saltan por los aires, y la verdad y la mentira, y el mentirse.
Porque sí, en principio parece que tenemos los medios necesarios para llegar a conocernos: estamos dotados de razón, de autorreflexión, tenemos memoria y una conciencia que juzga… pero tenemos también una capacidad de fabulación desbordante, y una inmensa habilidad para convertir el autoconocimiento en autoengaño. Y orgullo, mucho. Ya lo advirtió Nietzsche: "Lo hice yo, dice mi memoria; no lo pude hacer yo, dice mi orgullo. Y vence el orgullo". Quizá por eso algunos apuntan a que sólo podemos conocernos en la mirada del otro, aunque los otros muchas veces no ayuden más que a complicar las cosas, que también tendemos a inventar al prójimo, más que a nosotros mismos si cabe.
Fabulaciones, el difícil equilibrio entre realidad y deseo, cordura y locura, verdad y mentira. Cervantes, aunque nos haga simpatizar con el deseo, la locura y la mentira, todavía hablaba en esos términos, los que distinguen lo cierto de lo falso. “Yo sé quién soy –decía Don Quijote- y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia…” Es decir, una invención, un yo ficticio, noble y enternecedor, pero ficticio. La objetividad aún no había sido abolida, ni la modernidad (la que hizo del Quid est veritas? su lema) había entrado todavía a saco.

Las últimas tendencias sobre este asunto de la identidad, superada la visión positivista y curricular que nos reducía a meros datos biográficos, consideran que somos “estructuras narrativas”. Como dice H.Arendt: “responder a la pregunta quién, es contar la historia de una vida”. Somos biografía contada, o lo que es lo mismo, sujetos narrativos que interpretan los acontecimientos dispersos de su vida y los insertan (o los ensartan) en una trama con sentido. Si el ensartador es la memoria, buena o mala, la imaginación, la conciencia o el orgullo, no hace al caso; sólo importa que el cuento sea bueno, que las piezas encajen -las que no, se ignoran-, que salgamos favorecidos, claro, que parezca convincente. Identidades narrativas, o cuentos chinos, tanto da. Cada uno con el suyo.

¿Qué querría decir Rilke con aquello de que hasta los sagaces animales advierten que no nos sentimos seguros como en propia casa en este mundo interpretado"? ¿Cómo no se dieron cuenta, ni Rilke ni los sagaces animales, de que la estructura narrativa es nuestra casa?
Menos mal que aún nos queda Natán...

23 abril 2010

Identidades narrativas 4. Diálogos entre aurigas


¿A qué alma, qué mirada y qué clase de conocimiento se refería Platón en AlcibíadesI,133: "Cuando un alma desea conocerse, es en otra alma donde debe mirarse"?
Platón se refiere, nos dice más abajo, a "aquel lugar del alma en que se engendra la sabiduría" y "en que residen saber y verdad". Y lo que nos dice, simplemente, es algo tan poco lírico como que el hombre conoce su alma en el diálogo racional que se establece con otra alma racional. Platón, podríamos resumir, nos habla del diálogo entre auriga y auriga. Nada más lejos del "la he visto y me ha mirado, hoy sé quién soy".
Pero ¿de verdad se descubre el hombre en el discurso intelectual?
Todo ese proceso de preguntas y respuestas por el que se destruyen las opiniones infundadas y se alcanza el conocimiento verdadero, entendido como la correcta definición de conceptos, ¿se traduce realmente en un mayor conocimiento de sí? Todos esos interlocutores enredados, confusos y sin argumentos, que terminan suplicando a Sócrates que suelte su discurso y deje de ponerlos en apuros, ¿ven acaso su alma en otra alma?

Tengo que confesar que la lectura de los Diálogos, en aquellas clases lejanas y más aún después, siempre me dejó una especie de mal sabor, una mezcla de solidaridad y simpatía por todos esos interlocutores arrinconados, por todos esos zoquetes derrotados y no mejorados, y algo parecido a la sensación de haber asistido a un alarde de inteligencia brillante y, en el fondo, estéril. Porque del concepto de justicia al ser justos hay un salto insalvable. Porque el auriga concluye, pero no mueve: auriga, carro y caballos, van cada uno a su aire. Porque todo ese ejercicio no tiene nada que ver ni con el alma ni con el sí mismo.
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Hasta que llega San Agustín... y qué gozo escucharle: "no aprendemos nada mediante las palabras... con las palabras no aprendemos sino palabras, o mejor dicho, el sónido y el estrépito de ellas". Y el maestro de retórica se apea de la retórica y señala al maestro interior, al que enseña por medio de una inspiración interior, por medio de una palabra que mueve.
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Otro gozo es la lectura de F. Rosenzweig, el autor del "Libro del sentido común sano y enfermo", "El nuevo pensamiento" y "Estrella de la Redención". Rosenzweig distingue entre el pensador pensante (denkende Denker) y el pensador hablante (Sprachdenker). Al primer grupo pertenecen los filósofos idealistas o esencialistas (las cosas son porque se piensan y somos porque pensamos), desde Platón a Hegel pasando por Descartes y Kant. Al segundo, el sano sentido común y el pensamiento realista y existencialista (pensamos porque somos y porque las cosas son). Este es el pensamiento nuevo. Aquél, metafísica enferma, es pensamiento viejo.
Así, compara los diálogos platónicos con los evangélicos y encuentra que los primeros son pensamiento viejo, lógico, que no precisa del otro, que anticipa las contradicciones (¡aquellos pobres acogotados!) y las resuelve de antemano. Sólo los segundos son realmente dialógicos. El pensamiento dialógico "no puede anticipar nada, no sabe de antemano lo que el otro va a decir; ni siquiera sabe, pues puede que sea el otro quien comience, lo que él va a decir". La existencia dialógica, sigue, se constituye por la primacía del tú sobre el yo, y el diálogo se entiende como acto de amor, ordenado a la verdad.
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Que es lo mismo que decía San Agustín: "Pues no se entra en la Verdad sino por el amor". Como también por el amor se llega al conocimiento de sí. En la mirada del amor nos conocemos. La mirada del amor nos constituye:
...el que no aprende a amar de sí se olvida,
y a si propio se ignora hasta la entraña.
No se conoce bien quien no se baña
dentro de otra mirada: en ella hundida
el alma, como carcel desleída,
como luz asomada de montaña.    [COMO NINGUNA COSA. Leopoldo Panero]


21 abril 2010

Identidades narrativas 3. Mirarse en otra alma

Cont. Identidades narrativas  

SOCRATES.- ¿Pero es una cosa fácil conocerse a sí mismo, y fue un ignorante el que inscribió este precepto a las puertas del templo de Apolo en Delfos? ¿O es una cosa muy difícil que no es dado a todos los hombres conseguir?
ALCIBÍADES.- Para mí, Sócrates, he creído con la mayor evidencia, que es dado a todos los hombres conseguirlo; pero también que ofrece gran dificultad.
[...]
SOCRATES.- ¿Cómo podríamos saber con mayor claridad lo que es en sí [el alma]? Porque, al parecer, si lo supiéramos nos conoceríamos también a nosotros mismos. ¿Acaso no comprendimos bien, por los dioses, el justo precepto de la inscripción délfica que hace un momento recordamos?
ALCIBÍADES- ¿Qué quieres decir, Sócrates, con esta pregunta?
[...]
SOC.- Reflexionemos juntos. Imagínate que el precepto dirigiera su consejo a nuestros ojos como si fueran hombres y les dijera: "mírate a ti mismo". ¿Cómo entenderíamos este consejo? No pensaríamos que aconsejaba mirar a algo en lo que los ojos iban a verse a sí mismos.
ALC.- Es evidente.
SOC.- Consideremos entonces cuál es el objeto que al mirarlo nos veríamos al mismo tiempo a nosotros mismos.
ALC.- Es evidente, Sócrates, que se trata de un espejo y cosas parecidas.
SOC.- ¿Te has dado cuenta de que el rostro del que mira a un ojo se refleja en la mirada del que está enfrente, como un espejo, en lo que llamamos pupila, como una imagen del que mira?
ALC.- Tienes razón.
SOC.- Luego el ojo al contemplar otro ojo y fijase en la parte del ojo que es la mejor, tal como la ve, así se ve a sí mismo. (...) Por consiguiente, si un ojo tiene la idea de verse a sí mismo, tiene que mirar a un ojo, y concretamente a la parte del ojo en la que se encuentra la facultad propia del ojo: esa facultad es la visión.
ALC.- Así es.
SOC.- Entonces, mi querido Alcibíades, cuando un alma desea conocerse, es en otra alma donde debe mirarse, y sobre todo a la parte del alma en la que reside su propia facultad, la sabiduría, o a 
cualquier otro objeto que se le parezca.

Platón. Diálogos. Alcibíades I, 124a, 132c-133b


19 abril 2010

Identidades narrativas 2. Caballero andante o pastor por andar


—Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana.
Yo sé quién soy —respondió don Quijote—, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías. (I-V)

*****
—... Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está, ¡oh hijo!, atento a este tu Catón, que quiere aconsejarte y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto deste mar proceloso donde vas a engolfarte, que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones.
Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle está la sabiduría y siendo sabio no podrás errar en nada.
Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse... (II-XLII)
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*****
... y en breves razones les contó su vencimiento y la obligación en que había quedado de no salir de su aldea en un año, y que tenía pensado de hacerse aquel año pastor y entretenerse en la soledad de los campos, donde a rienda suelta podía dar vado a sus amorosos pensamientos, ejercitándose en el pastoral y virtuoso ejercicio (...) que lo más principal de aquel negocio estaba hecho, porque les tenía puestos los nombres, que les vendrían como de molde. Díjole el cura que los dijese. Respondió don Quijote que él se había de llamar el pastor Quijótiz; y el bachiller, el pastor Carrascón; y el cura, el pastor Curiambro; y Sancho Panza, el pastor Pancino. (...)
—¿Qué es esto, señor tío? Ahora que pensábamos nosotras que vuestra merced volvía a reducirse en su casa y pasar en ella una vida quieta y honrada, ¿se quiere meter en nuevos laberintos, haciéndose «pastorcillo, tú que vienes, pastorcico, tú que vas»? (...)
—Callad, hijas —les respondió don Quijote—, que yo sé bien lo que me cumple. Llevadme al lecho, que me parece que no estoy muy bueno, y tened por cierto que, ahora sea caballero andante o pastor por andar, no dejaré siempre de acudir a lo que hubiéredes menester...(II-LXXIII)

Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha.


[¿Qué nos dice Cervantes?  ¿Que Don Quijote sabe quién es y el mundo se equivoca? ¿Que no lo sabe; que no quiere saberlo; que ni falta que le hace? ¿Que tendemos a desbarrar y vivir en la impostura; que el mundo real es un asco...? ¿O que la vida real, aunque sea plana y prosaica, tiene más peso específico que los juegos y las ficciones: ahora me planto el yelmo y me tiro al camino, ahora compro unas ovejas y me convierto en Quijotiz...?
Y ese sorprendente destello de sensatez y buen criterio cuando, revestido de Catón, aconseja a Sancho que ponga los ojos en quien es y procure conocerse a sí mismo, ¿a qué se debe? ¿Es un indicio de la conciencia del propio disparate? ¿Muestra simplemente lo bien que sabemos aconsejar a los demás y lo mal que nos aconsejamos? ¿No parece sugerir que vivir es emular, que somos como si fuéramos... y que el acierto o el error de la vida en buena parte se juega en la elección del modelo?]

18 abril 2010

Identidades narrativas 1. Yo no soy yo

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Identidades narrativas. 1 

DONADOR

Yo no soy yo.
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo;
que, a veces, voy a ver,
y que, a veces, olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.

Juan Ramón Jiménez (Eternidades)

***

"Oh Dios, mirad que no nos entendemos a nosotros mismos, y que no sabemos lo que queremos y que nos alejamos infinitamente de lo que deseamos".

Santa Teresa de Jesús (Exclamaciones del alma a Dios)_