PRESENTACIÓN ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ EN LIBRERÍA ALBERTI, 24 FEBRERO 2011
Soy amigo de Enrique García-Máiquez desde hace bastantes años. Cuando nos conocimos, él no había publicado aún ningún libro. Luego, por azares editoriales, salieron dos casi al mismo tiempo (y en orden inverso: su primer libro publicado es el segundo escrito), y yo los reseñé –favorablemente, como merecían– para una revista.
Desde el principio me llamó la atención su uso, frecuente, del humor y la ironía, quizá porque en mi propia poesía están mucho menos presentes (y, en opinión de alguno, con el riesgo de, en palabras cervantinas, “quebrarse de sotiles”, esto es, sin que ni siquiera esté claro si efectivamente están o no).
Me llamaron la atención también, no hay que decirlo, muchas otras cosas: la intensidad y naturalidad de lo que dice, su habilidad retórica (en el antiguo y mejor sentido de esta expresión), que llega incluso a la suprema perfección de hacerse invisible, la levedad de toque, que puede dar vida a lo más insólito o complejo mediante una simple y ligera alusión... Tantas cosas.
Pero, si he destacado la faceta humorística, es porque ella arriesga siempre, para un lector poco atento, el confundirse con la intrascendencia. Baste citar, entre nosotros, el ejemplo de Manuel Machado, a quien durante tantos años se tuvo como un versificador folclórico y menor cuando es, entre otras cosas mayores, uno de los fundadores de la lengua poética moderna en España. (Recuérdese, a este respecto, la observación de Moreno Villa: «Cuando algún día se haga recuento de las influencias ejercidas por él y por Juan Ramón en las generaciones que les siguieron, veremos quién se lleva el mayor tanto»).
Yo creo que algo de esto puede ocurrirle también a Enrique, de cara a ciertos lectores. Que tiendan a pensar que eso, tan ligero y divertido, no puede ser a la vez hondo, trascendente y conmovedor. Si es así, desde luego, se equivocan. Como Goethe dijera de Lichtenberg, el admirable aforista alemán, también en Enrique, tantas veces, “donde hace una broma, hay un problema oculto”. Por donde su humor resulta a menudo una forma, elegante y discreta, del pudor.
No sé lo que va a leerles a continuación. Ignoro, por tanto, si aparecerán en su lectura muchas o pocas muestras de ese sentido del humor suyo. A fin de cuentas, es sólo una faceta –aunque sin duda importante– en una poesía que tiene muchas otras. Y que, por otra parte, a medida que maduraban, ella y su autor, al compás de las tragedias y los logros de la vida, ha ido adquiriendo una gravedad de tono y una profundidad que sólo asomaban, o se presentían, al principio.
En todo caso, si en la lectura que va a seguir el humor está menos presente, quizá eso sirva también para ver mejor que el Enrique más ligero y el más hondo son el mismo: alguien que cree irremediablemente en la vida (y en la poesía, como mirada privilegiada sobre ella), a pesar de tantas cosas, y que sabe decirlo (o, mejor, contarlo) sin tener que adoptar para ello una actitud de predicador o de “sabio”, entre comillas, sin envanecimiento ni énfasis. Precisamente por esa creencia suya en la vida, sabe bien que las cosas que nos pasan o que pueden pasarnos no necesitan de afeites, de realce artificial alguno: bastan ellas, por sí mismas, para que, cuando se sabe contarlas con la desnuda eficacia de lo verdadero, podamos sentirnos emocionados, acompañados y convencidos.
Porque el tono menor, en Enrique, no es limitación o carencia. Si un escritor de la talla de Josep Pla supo siempre que tenía un problema con la intimidad, con el relato de lo verdaderamente íntimo, y eso limitaba de algún modo el alcance de su mirada magistral, penetrante y amplísima, Enrique, en cambio, sabe también desnudarse. Pudorosa, elegante, escuetamente. También eso, en un tiempo que demasiadas veces tiende a confundir la desnudez con el exhibicionismo, puede pasar inadvertido, para una mirada no suficientemente atenta. De ahí que quiera señalarlo ahora.
Porque, en resumidas cuentas, lo que en apariencia pueda tener esta poesía de fácil y de ligero no es más que eso, apariencia. Quienes confundan la sabiduría con el virtuosismo y lo lúcido con lo lucido corren el riesgo de resbalar por ella sin comprender que eso que tal vez no encuentran no está ausente aquí por impotencia, sino por voluntad deliberada de quien no quiere aparentar, sino ser. Con desnudez y hondura. Con la exacta discreción de la verdadera maestría.
Muchas gracias.
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[Muchas gracias a José Cereijo, por su amabilidad al entregarme el texto de la presentación y permitirme publicarlo]
2 comentarios:
Precioso. Gracias a los tres: a uno por colgarlo, a otro por enlazarlo y al primero por escribirlo.
Graciar por la parte colgadora que me toca, María.
Sí que es precioso. Disfruté mucho oyéndoselo leer a José Cereijo y aplaudiéndolo en silencio a cada párrafo.
Un abrazo.
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