Lo cuenta el Segundo Libro de Samuel: Después de que David, paseando por la terraza, descubriera a Betsabé en el baño, mandara que se la trajeran, le hiciera un hijo y, tras el fracaso de sus estratagemas para ocultar los hechos, diera órdenes para que su marido, el oficial Urías, no saliera vivo del combate, Yahveh le envió al profeta Natán.
Natán, sorteando con habilidad las defensas de la autojustificación y el orgullo, le hace oír su propia historia como si fuera la de otro. En el momento en que David, encolerizado con el relato, decide que aquel otro merece la muerte, Natán le revela: “Tú eres ese hombre”… La visita termina, muy encantadora, verdadera y sencillamente así: “Y Natán se fue a su casa”. Las visitas de Natán son cortas, de otro modo no podrían resistirse.
Natán es el demoledor de las “identidades narrativas”, de los cuentos que nos contamos, bien trabados, presentables y sin fisuras; la luz que Yahveh nos envía, sin manto y sin sandalias pero habilísima hoy igual que entonces, y nos dice que no somos como nos figuramos, sino bastante peores, y, a la vez, que no somos sólo eso, miseria puesta al desnudo, sino bastante más.
De falsas identidades y corazones contritos y humillados, como el que se rompe en el Salmo 51 después de que David reconociera su culpa, habla también la parábola de Jesús que empieza “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, uno de esos que cobran impuestos para Roma…” (Lc 18, 9-14).
Sin la visita de ese Natán interior, sin esa luz enviada que destruye y reconstruye, y que siéndonos íntima no nos es propia, como sí lo son la razón, la memoria, el orgullo y el deseo –manipuladores y siempre interesados-, no veo cómo podríamos conocernos, ni llegar una chispa más lejos que el famoso barón que pretendía salir del pantano tirándose de los pelos hacia arriba.
Y aun con todo lo anterior, la pregunta por el quién, afortunadamente, no parece tener cumplida respuesta aquí abajo. Quizá sólo tengamos que aprender a vivir en la humildad del no-ser, acoger la incertidumbre, dedicarnos al hacer y dejarnos de preguntas. Porque, además de nuestras culpas, sólo una cosa está clara: que donde se levanta el “tú”, la pregunta por el “yo” desaparece. Es difícil imaginar a Teresa de Calcuta cuestionándose su identidad, o, sin ir más lejos, a mi vecina, la que pasea a su padre, inválido, ciego y hecho un primor, mientras le radia lo que se va encontrando, preguntándose quién soy yo. Yo soy quien te quiere, eso basta.
Resumiendo y terminando, que va siendo hora: Ya lo dijo Víctor Hugo, con la hondura de los grandes poetas y como si respondiera a todos de un tirón, empezando por el oráculo de Delfos y terminando por H. Arendt: “Estoy velado para mí mismo, no sé mi verdadero nombre”. Así es, y ni falta que hace. Nuestro verdadero nombre, así lo espero, nos será dicho.
2 comentarios:
Qué buena entrada, qué falta hacen los Natanes. Precisamente esa frase es la que le sirve a Cantalamessa para introducirnos en su "La vida en el señorío de Cristo", libro imprescindible.
Con Natán, Cantalamessa y tu recomendación, desde luego es imprescindible. Pasa al primero de la lista.
Muchas gracias por todo, Dal.
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