Seguimos con "Crítica y Obediencia":
"Vamos ahora a ilustrar con un ejemplo esta problemática fundamental del ser de la Iglesia en el mundo. Pedro, a quien el Señor entrega el mismo poder que a toda la comunidad, puede servirnos, a modo de ejemplo, para compendiar la Iglesia.
Pedro es llamado por Jesucristo (en un brevísimo espacio de tiempo si aceptamos la cronología de san Mateo), Roca y Satanás (escándalo: piedra de tropiezo).
Esta contigüidad no es nada contraria a la mentalidad bíblica que conoce la victoria del poder de Dios por medio de la debilidad del hombre y que llama siervo de Dios al rey de Babilonia (Jer 25, 9), porque es utilizado por Yahvé como instrumento con el que hace la historia. Así, cuando Dios se sirve de Pedro (es decir, cuando no hablan por él la carne y la sangre) éste es capaz de convertirse en Roca. Pero este nombre no expresa un mérito sino un servicio, una elección y un encargo para el que nadie es apto, y menos este Simón que se hunde y al que le falta fe (Mt 14, 30). Esta dialéctica luce principalmente allí donde el encargo es más elevado: la concesión del primado se sitúa sobre el trasfondo de las negaciones (Jn 21, 15-27), la promesa en Lucas (22, 81 ss.) se junta con la inmediata predicación de la negación, y la promesa en Mateo está en aparente contradicción con los nombres de Satanás y piedra de escándalo. Siempre es promesa de la fuerza de Dios en la debilidad humana, siempre es Dios el Salvador y no el hombre, siempre es el a-pesar-de-todo de la gracia que no se deja desarmar por la torpeza del hombre, ni vencer por su pecado.
Por una recaída en la arbitrariedad del razonar humano que no quiere reconocer la gracia sino que se imagina siempre un secreto triunfo del hombre, nos hemos acostumbrado a desglosar en Pedro a la Roca y al pecador. Pensamos que éste es el Pedro prepascual, y nos formamos del Pedro posterior a Pentecostés una imagen extrañamente idealizada. Pero no es así: siempre están ambos mezclados. El Pedro anterior a la Pascua es el que quiere permanecer fiel en medio de la deserción de la masa, el que corre al encuentro del Señor en medio del mar, el que pronuncia aquellas hermosas palabras: "Señor, a quien iremos?; tú sólo tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído que Tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 68). Y el Pedro posterior a Pentecostés es también el que por miedo a los judíos niega la libertad cristiana (Gál 2, 11 ss.). Siempre Roca y piedra de escándalo en una pieza.
Esta verdad ha persistido en toda la historia de la Iglesia. Y la tarea del creyente es sufrir esta paradoja del obrar divino que avergüenza a su orgullo. Lutero reconoció muy bien el momento de Satanás y no carecía de razón. Pero su culpa fue no haber sabido soportar la bíblica tensión entre Roca y Satanás que pertenece a la tensión fundamental de la fe. Nadie debiera haber comprendido esto mejor que el hombre que acuñó la fórmula: justo y pecador a la vez (simul peccator el iustus).
El donatista Tyconius hablaba de que la Iglesia es, en una misma pieza, Cristo y anticristo, Jerusalén y Babilonia. En realidad no hacía más que agudizar una idea que se encuentra en toda la tradición patrística. Orígenes veía expresada la tensión fundamental de la Iglesia en aquellas palabras de los Cantares: negra soy pero hermosa (Cant 1, 6).
Lo que se evidencia de todo esto una vez más es que no conviene separar limpiamente, uno de otro, la Iglesia y los hombres de la iglesia. Por ellos vive la Iglesia en el mundo. Vive de una manera humana el misterio divino que encierra. También la institución lleva consigo el lastre de la humanidad ¿quién no lo sabe? Pero precisamente por esto, la Iglesia, la santa, la pecadora Iglesia, es testimonio y realidad de la gracia de Dios que por nada se deja vencer. En su debilidad es y permanece Buena Nueva de una salvación que supera toda nuestra corrupción y esperanza.
Concluyamos este apartado con dos testimonios de la Edad Media (esa época que nos gusta idealizar como el tiempo de resplandor más puro de la cristiandad). En Guillermo de Auvernia, el gran teólogo y obispo de París se hallan estas palabras: "¿Quién no se horrorizaría si viera a la Iglesia con una cabeza de asno o al alma del fiel con dientes de lobo...? ¿Quién no llamaría a esta terrible imagen, más bien Babilonia y desierto que Ciudad de Dios?... Por el terrible abuso de los réprobos y carnales que inundan la Iglesia, los herejes la llaman prostituta y Babilonia... ". Y Gerhoh de Reichersberg, el gran teólogo bávaro, confiesa que es un terrible espectáculo el que "en medio de ti, Jerusalén, vive un pueblo casi completamente babilónico", y hace decir a la Iglesia: "Yo no me considero pura como los novacianos y cátaros; yo se cuántos pecados tengo en mí, y no rehusó la penitencia sino que digo: perdónanos nuestras deudas".
¿Es una señal indiscutible de que han mejorado los tiempos el que los teólogos de hoy no se atrevan a hablar de esta forma? ¿O no será más bien una señal de que ha disminuido el amor, de que no arde el corazón en santo celo por la gloria de Dios en este mundo (2 Cor 11, 2), de que el amor se ha vuelto apático y ya no se atreve a correr el riesgo del dolor por la amada y para ella? El que ya no se sorprende por la negación del amigo ni lucha por su regreso, ya no ama. ¿Debe valer también esto de nuestra relación con la Iglesia? "
Preguntamos ahora cuál ha de ser la actitud del cristiano respecto a la Iglesia de la historia. También aquí puede decirse parodiando la fórmula agustiniana: el cristiano debe amar a la Iglesia; todo lo demás se seguirá de la lógica del amor. Si en tal ocasión es mejor hablar o callar, sufrir o luchar, depende en último término del amor a la Iglesia.
El teólogo puede desarrollar más concretamente este sentido eclesial, pero en la situación concreta es el yo -con su fe, su esperanza y amor personales- el que está llamado a la decisión; y no puede refugiarse en una regla puramente objetiva. Después de esto hemos de decir que la Iglesia ha recibido la herencia de los profetas. Ha entrado en la historia como Iglesia de los mártires y ha desempeñado la función de padecer por la verdad. En este sentido lo profético no ha muerto en ella. Tampoco puede decirse que ha llegado ya a su victoria última, perdiendo su función critica. Esto sería desconocer la antinomia que acabamos de describir entre prostituta y esposa. El paso de la forma de existencia de este mundo a la novedad del espíritu no es una cosa que se realizó hace largo tiempo, sino que permanece continuamente como la ley viva fundamental de la Iglesia.
Ella vive de la llamada del espíritu, en la crisis del paso de lo viejo a lo nuevo. No es casualidad el que los grandes santos estuvieran también en lucha por la Iglesia, con su tentación de mundanizarse, y que hayan sufrido bajo la Iglesia. Pensemos en Francisco de Asís, o en Ignacio de Loyola que en la cárcel eclesiástica tenía el ánimo tan alegre que decía: "En Salamanca no hay tantos grillos y cadenas que yo no pueda pedir más por amor de Dios". Y él no renunció en nada a su misión ni a su obediencia a la Iglesia.
Siguen un par de apartados breves en los que, a modo de resumen de todo lo anterior, se concretan unas reglas sobre como pueden, y deben, articularse la crítica y el amor a la Iglesia, que podéis terminar de leer aquí: http://www.unav.es/tdogmatica/ratzinger/textos.htm
JOSEPH RATZINGER. "Crítica y Obediencia" ("Freimut und Gehorsam", en Wort und Wahrheit núm.17, 1962).
Incluido en El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona, 1972. Traducido aquí por J.Valldeperas.
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