Cuando el último tocadiscos se estropeó, allá por el 90, después de la transformación del plato en parking de cochecitos giratorio y de la aguja en grua , me pasé al reproductor de CD, que era menos tentador y más seguro, y guardé todos los LP en una caja en el maletero. De vez en cuando me acordaba de alguno y lo echaba de menos. Tenía varios discos que ya no he vuelto a encontrar, de Lipatti y de Cortot por ejemplo, con sus caras misteriosas y enfermizas en la portada, como si tocar el piano fuera una actividad de alto riesgo, de Barbara y de Brel, que no se quedaban atrás, de los Fronterizos, de Larralde, de Pete Seeger, de Joaquín Díaz...
Bastantes de Joaquín Díaz, coleccionados con el dinerillo de los cumples y con mucho amor platónico... y es que Joaquín Díaz fue mi segundo gran amor platónico, después del abuelo de Heidi, un tipo recio la mar de interesante que fue el primero (no el monigote de la serie japonesa, sino el de la novela de Spyri, todo un señor). Joaquín Díaz, a falta de cabaña en los Alpes, contaba con dos grandes ventajas: la de cantar y la de tener existencia real, lo cual supone un grado; aunque tratándose de platonismos y amores imaginarios -imaginario su objeto, que no el amor- ese grado importe poco. Cada domingo a primera hora de la tarde, tan a primera que por sistema me perdía el postre, tenía una cita con él y con "la hora folk" delante de la radio. Aquella era mi hora, la mejor de la semana. Un día, no sé si tenía quince o ya los dieciséis, me colé en un antro universitario cerca de la Plaza de España, una de esas salas que se llenaban hasta la bandera con el rumor de "redada", para verle y oírle en carne mortal. Era afable, sencillo, serio y elegante, como tenía que ser. Cantó el Romance de la molinera y el de la loba parda, y "Esta noche ha llovido" y "Duérmete fiu del alma". Para rematar nos invitó a corearle “Down by the Riverside”, y aquello, a pesar de los ánimos alicaídos por la falta de los grises a la cita, fue una apoteosis. Los amores platónicos nunca mueren, quizá por eso era al que más ganas tenía de volver a escuchar.
Con todo esto, no era de Joaquín Díaz de lo que venía a hablaros, sino de "El día de los torneos", uno de los romances que él canta, un romance fronterizo con la secuencia típica de encuentro entre caballero y cautiva-rescate a caballo-lágrimas de la rescatada al acercarse a su tierra-reconocimiento de la hermana, o la hija, perdida. Un tema que se repite en otros romances, como en el de don Bueso, con esa cautiva de malas pulgas que, al ser confundida con una mora, le espeta al caballero su "reviente el caballo y quien lo traía, que yo no soy mora ni hija de judía, que yo soy cristiana bautizada en pila". Todos tienen su aquel, pero mi preferido, el más conmovedor para mi gusto, siempre ha sido El día de los torneos, que además es el que canta Joaquín Díaz.
La cuestión es que, ahora que he vuelto a oírlo, me parece que lo mejor del romance, lo más conmovedor, no está en la peripecia del rescate, ni en las lágrimas de la esclava a la vista de los montes en que su padre cazaba, ni en el asombrado "Dios mío, qué es lo que dices, Virgen Sagrada María, creía llevar mujer y llevo una hermana mía" del caballero, ni siquiera en el emotivo final "Abra usted, madre, las puertas, ventanas y celosías, que aquí le traigo la rosa que esperaba noche y día", todo ello tan de cuento de final feliz. Lo que ahora más me conmueve, y antes pasaba por alto, es el brevísimo diálogo al pie de la fuente fría, una vez aclarado que de mora linda nada. Lo que ahora me emociona verdaderamente es el reparo de la esclava, esos pañuelos en los que piensa, cuando el caballero le ofrece la libertad:
-¿Te quieres venir conmigo?
-De buena gana me iría/mas los pañuelos que lavo/en dónde los dejaría.
(la respuesta del caballero: Los de seda y los de holanda/aquí en mi caballo irían/ y los que nada valieren/la corriente llevaría, tran pragmática que más parece la de un mercader calibrando el género, daría para otro capítulo).
Son los exactos perfiles de caballero y cautiva en cuatro octosílabos: un cruce de palabras a cuenta de unos paños, y la duda, esa pequeña objeción tan tierna y responsable, tan saint-exuperyniana sin saberlo: esos trapos que la anudan, los que ahora, mucho más que la aventura, me maravillan.
6 comentarios:
Cb, si haces una antología del romance, pero en este tono, regalo un ejemplar a todos mis conocidos. Un género que tengo muy olvidado. Gracias, y a ver si te animas.
Admirable lectura; gracias.
Lo que usted escribe aquí es un alarde de gentileza y galanura que nos lleva al siglo XV.
Tus conocidos seguro que te quieren y te lo perdonarían.
Eres el mejor animador que he conocido nunca, José Manuel, y te lo agradezco mucho, pero aunque tengo mucha cara, a tanto no llego.
Lo que viene fenomenal es tener un romancero a mano y echarle un ojo de vez en cuando; a eso sí que vale la pena animarse, siempre se encuentra una joya.
ejem... muchas gracias a usted, sr. gatoflauta, le agradezco el gesto.
Asi es, sr. del Retablo, un romance tardío y muy viajado, con una princesa Gudrun convertida en hija de Juan de la Oliva, que una vez más, como usted perfectamente sabe, tiene su origen en Alemania.
La lectura verdaderamente interesante, la de distinguir cuánto de vida real ha quedado entretejido con la fantasía mientras el autor-legión, que decía no sé quién, hacía y rehacía versiones, sólo la podria hacer usted.
Supongo que su verdad más profunda es la de que en esos tiempos revueltos, padres, esposos, hijos y hermanos se perdían de vista y dejaban de tener noticias, y soñarían con la posibilidad de reencontrarse un día en cualquier parte, y ser capaces de recocerse.
Gentileza siempre la suya, muchísimas gracias.
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