27 enero 2011

Corazón que no siente, ojos que no ven

"Ojos que no ven, corazón que no siente", dice el refrán. Tal como suele usarse, referido a la visión fisica, obviamente es un refrán absurdo: los ciegos no sentirían, seríamos incapaces de amar en la distancia, dejaríamos de preocuparnos por todo lo que no tenemos delante... Todos sabemos que no es así, y que el que así lo utiliza, no dice nada bueno de sí mismo.
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Referido a los ojos del alma, sí que es cierto. Pero ¿por qué no ven los ojos del alma? ¿No será porque el corazón no siente de antemano? ¿No sería más propio decir entonces: corazón que no siente, ojos que no ven..., corazón que sigue sin sentir, y un largo etc. sin remedio?
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Y sin embargo, se aprende a ver. Ya lo decía Rilke: "aprendo a ver". No sé cómo se aprende, ni si hay una escuela de ver, ni si se puede mandar al corazón a la escuela... No sé cómo, pero sí que se aprende. Y también que se olvida, aunque eso Rilke no lo dijera nunca: 'me olvido de ver'. El corazón se vuelve indiferente, deja de ver, es otra de las cosas que sabemos todos. Por eso la clásica pregunta '¿Cómo no lo ve?', o '¿Cómo no lo vi'?', que tantas veces nos hacemos, no conduce a ninguna parte. La pregunta no debe apuntar a la vista, nunca es cuestión de dioptrías o de falta de focos.

Hay días cansados, pesados como el plomo -aprender es un esfuerzo, eso tampoco lo dijo Rilke pero se entiende, todo lo que se aprende cuesta-, en los que siento lo fácil que sería olvidarse. Y me imagino a un montañero bajo un alud de nieve. Todos los que sobreviven cuentan lo fácil que es amodorrarse, ir cediendo al hielo, rendirse al sueño fatal. El corazón puede morir así, congelado, sonriente. Y con los ojos pasa lo mismo, se habitúan con facilidad, insensiblemente, a la falta de luz. Como cuando, metidos en un libro, no nos damos cuenta de que anochece, y sólo al acercarse alguien que enciende una lámpara, advertimos que estábamos a oscuras. Entonces, cuando me entra el vértigo de lo fácil que sería, me acuerdo de Bartimeo.
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De todos los milagros de Cristo, el que más me ha conmovido siempre, más aún que el de la pobre hemorroísa "impura" que sale corriendo después de rozarle el manto, tan conmovedor; más que el del paralítico de la piscina que nunca llega a tiempo de meterse en el agua; más que la resurrección de Lázaro, conmovedor por las lágrimas, porque al lado de la resurrección eterna -que esa sí que conmueve- la otra fue sólo para un rato; el que más de todos, digo, siempre ha sido el de Bartimeo, el ciego que lo llamaba a gritos. Me conmueve la pregunta de Cristo: "¿Qué quieres que haga por ti?", como haciéndose el tonto, que todos pensarían "qué cosas tiene, pues qué va a querer". Y también la respuesta: "Que vea, Señor, que vea". Así de simple, así de honda, así de para siempre y para todos.
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Cuando pienso en el alud, o en la noche cayendo sobre el libro, me parece escuchar un suave: “¿Qué puedo hacer por ti?”. Me conmueve que se siga haciendo el tonto.

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