Era el mes de junio de 1993. A primera hora de la mañana, después de pasar un buen rato sola en la parada del autobús a media altura de Serrano, me di cuenta de que el autobús no llegaba, ni llegaría, porque estaban cortando y desviando el tráfico. Mientras me decía lo de siempre,a saber: "estás en Babia", y decidía si tirar para el Metro o echarme a andar, empezaron a pasar motoristas; detrás venían unos coches negros con banderitas del Vaticano. Entonces caí en que Juan Pablo II estaba en Madrid -había venido para la consagración de la Almudena- y se desplazaba camino de alguno de los actos previstos para esa mañana. Todavía estaba cayendo cuando la comitiva se detuvo un momento mientras la policía paraba la circulación de la transversal. Miré dentro del coche que tenía delante y allí estaba él, mirando también. Los que se hayan encontrado con esa mirada saben cómo era y cuánto afecto transmitía: mirada de pastor buscando a sus ovejas incluso tras la ventanilla de un coche a punto de arrancar. Fue un segundo en el que no supe qué hacer, ni si tendría que saludar ni cómo hacerlo. Juan Pablo II hizo un gesto con la cabeza y sonrió, y el coche se puso en marcha y desapareció.
Era el mes de abril del año 2005. Dos meses antes, a finales de enero, mi hija, un día de colegio al terminar el recreo tropezó, se apoyó en la puerta acristalada de la clase y la atravesó con la mano. El cristal le seccionó el nervio cubital de la muñeca derecha. Me avisaron a las 12, y a las cuatro de la tarde la operaban de urgencia con la mano ya insensible. Podría entrar ahora en decenas de detalles, como que, una vez operada, te enteras de que esas suturas deben practicarse por un cirujano plástico y al microscopio, pero en aquel momento en el quirófano sólo había un traumatólogo con los ojos que Dios le dio; como que el traumatólogo, que era un buen hombre, no pudo disimular la pena cuando al día siguiente la niña le preguntó si podría tocar pronto el piano; como que le fabricaron una férula con velcros para mantenerle estirados los dedos que se le empezaban a agarrotar; como que recorrimos las consultas de un sinfín de médicos; como que a finales de marzo la mano se daba por perdida. Sólo había que decidir si se la volvía a operar, con bastante riesgo y casi ninguna esperanza, o se le insertaban unos hierros para evitar la "mano de garra"... que así lo llamaban. Teníamos cita y había que llevarlo decidido el 5 de abril.
La noche que murió Juan Pablo II, un par de días antes de la consulta, sentada delante de la televisión sin atender apenas, ponían un reportaje sobre su vida. De repente volví a verle mirando y sonriendo, también se le veía rezando en sitios muy diferentes, siempre arrodillado, rezando como él rezaba... entonces me di cuenta de que llevaba más de dos meses sin dormir, hecha una desolación, cavilando, haciendo gestiones y corriendo de médico en médico... pero aún no me había parado a rezar. Esa noche recé, toda la noche, como no lo hacía desde mucho tiempo atrás, y a quien recé fue a Juan Pablo II; después de tanto olvido no me atrevía a hacerlo sin él de intermediario: que si se encontraba con Dios le dijese... , que le contase esto y aquello, que le preguntase por qué lo de más allá... Fue muy largo, creo que en algún momento nuestro intermediario nos dejó a solas, hacía tanto tiempo, había tantas cosas... por suerte la paciencia de Dios es infinita. Creo también que nacemos de cabeza y renacemos de rodillas. Casi amanecía cuando sentí que, pasara lo que pasara, podríamos con ello, que aunque así nos lo parezca a veces, nunca estamos solos, y al fin pude dormir. Como reza con exactitud el Salmo 34: "Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha/ y lo libra de todas sus angustias". Nada dice sobre lo que le aflige, nada sobre librarlo de ello, pero del miedo y las angustias, del verdadero enemigo, sí lo libra. Aunque por aquel entonces no lo sabía, o no lo recordaba. No recordaba nada por entonces.
Juan Pablo II me ayudó a recordar. Por otra parte, unos días después, en la consulta, el médico observó una mínima señal de sensibilidad en un dedo y pensó que había que esperar. Esperamos, en los dos sentidos. Al final del 2005 volvió a tocar el piano. Sólo, fijándose mucho, puede apreciarse que tiene la mano derecha ligeramente más fina que la izquierda.
Coincidencias o algo más que coincidencias, no soy quién para decirlo, aunque tenga mi opinión. Llevo tiempo leyendo críticas a lo que han dado en llamar "juanpablismo", y tengo que decir que tampoco me convencen mucho los movimientos y los jolgorios masivos, ni contar estas cosas en un blog, pero sé que Juan Pablo II era alguien con quien uno se encontraba, de cerca, de lejos, en la televisión o en los comentarios de un libro de Salmos, y ese encuentro dejaba huella, como la dejaba la Madre Teresa y como la han dejado los santos toda la vida. La huella que dejó en mí es una enorme deuda, por eso lo cuento. La religiosa curada de Parkinson de un día para otro, Marie Simon-Pierre, en cuyo caso elegido entre varios cientos se ha basado la beatificación, a la pregunta de si lo consideraba un milagro respondió que para ella fue como un segundo nacimiento, que estaba enferma y ahora está curada, y que el resto deberá decidirlo la Iglesia. Pues eso mismo, ni más ni menos.
Era el mes de abril del año 2005. Dos meses antes, a finales de enero, mi hija, un día de colegio al terminar el recreo tropezó, se apoyó en la puerta acristalada de la clase y la atravesó con la mano. El cristal le seccionó el nervio cubital de la muñeca derecha. Me avisaron a las 12, y a las cuatro de la tarde la operaban de urgencia con la mano ya insensible. Podría entrar ahora en decenas de detalles, como que, una vez operada, te enteras de que esas suturas deben practicarse por un cirujano plástico y al microscopio, pero en aquel momento en el quirófano sólo había un traumatólogo con los ojos que Dios le dio; como que el traumatólogo, que era un buen hombre, no pudo disimular la pena cuando al día siguiente la niña le preguntó si podría tocar pronto el piano; como que le fabricaron una férula con velcros para mantenerle estirados los dedos que se le empezaban a agarrotar; como que recorrimos las consultas de un sinfín de médicos; como que a finales de marzo la mano se daba por perdida. Sólo había que decidir si se la volvía a operar, con bastante riesgo y casi ninguna esperanza, o se le insertaban unos hierros para evitar la "mano de garra"... que así lo llamaban. Teníamos cita y había que llevarlo decidido el 5 de abril.
La noche que murió Juan Pablo II, un par de días antes de la consulta, sentada delante de la televisión sin atender apenas, ponían un reportaje sobre su vida. De repente volví a verle mirando y sonriendo, también se le veía rezando en sitios muy diferentes, siempre arrodillado, rezando como él rezaba... entonces me di cuenta de que llevaba más de dos meses sin dormir, hecha una desolación, cavilando, haciendo gestiones y corriendo de médico en médico... pero aún no me había parado a rezar. Esa noche recé, toda la noche, como no lo hacía desde mucho tiempo atrás, y a quien recé fue a Juan Pablo II; después de tanto olvido no me atrevía a hacerlo sin él de intermediario: que si se encontraba con Dios le dijese... , que le contase esto y aquello, que le preguntase por qué lo de más allá... Fue muy largo, creo que en algún momento nuestro intermediario nos dejó a solas, hacía tanto tiempo, había tantas cosas... por suerte la paciencia de Dios es infinita. Creo también que nacemos de cabeza y renacemos de rodillas. Casi amanecía cuando sentí que, pasara lo que pasara, podríamos con ello, que aunque así nos lo parezca a veces, nunca estamos solos, y al fin pude dormir. Como reza con exactitud el Salmo 34: "Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha/ y lo libra de todas sus angustias". Nada dice sobre lo que le aflige, nada sobre librarlo de ello, pero del miedo y las angustias, del verdadero enemigo, sí lo libra. Aunque por aquel entonces no lo sabía, o no lo recordaba. No recordaba nada por entonces.
Juan Pablo II me ayudó a recordar. Por otra parte, unos días después, en la consulta, el médico observó una mínima señal de sensibilidad en un dedo y pensó que había que esperar. Esperamos, en los dos sentidos. Al final del 2005 volvió a tocar el piano. Sólo, fijándose mucho, puede apreciarse que tiene la mano derecha ligeramente más fina que la izquierda.
Coincidencias o algo más que coincidencias, no soy quién para decirlo, aunque tenga mi opinión. Llevo tiempo leyendo críticas a lo que han dado en llamar "juanpablismo", y tengo que decir que tampoco me convencen mucho los movimientos y los jolgorios masivos, ni contar estas cosas en un blog, pero sé que Juan Pablo II era alguien con quien uno se encontraba, de cerca, de lejos, en la televisión o en los comentarios de un libro de Salmos, y ese encuentro dejaba huella, como la dejaba la Madre Teresa y como la han dejado los santos toda la vida. La huella que dejó en mí es una enorme deuda, por eso lo cuento. La religiosa curada de Parkinson de un día para otro, Marie Simon-Pierre, en cuyo caso elegido entre varios cientos se ha basado la beatificación, a la pregunta de si lo consideraba un milagro respondió que para ella fue como un segundo nacimiento, que estaba enferma y ahora está curada, y que el resto deberá decidirlo la Iglesia. Pues eso mismo, ni más ni menos.
11 comentarios:
Una amiga de mi tía fue "víctima" también de una especial mirada papal, la de Pablo VI, en una de esas audiencias de los miércoles.
Y gracias por compartir con nosotros tu conmovedora historia.
He leído la entrada varias veces, con agradecimiento creciente.
Un abrazo,
E.
Así es, Suso. Hay miradas que tocan fondo. Y que tienden puentes. Eso es un Pontífice ¿no?
Muchas gracias a ti.
Pues me alivia, Enrique, porque por lo general, según pasan los días, las recorto, pero a ésta no deja de parecerme que le falta algo. Será que hay cosas que cuesta o no se quiere resumir.
Un abrazo y muchas y crecientes gracias.
Hacía varios días que no entraba en el blog, a causa de diversas ocupaciones. Me ha gustado de veras la entrada, a la que creo que no le falta nada. Me parece perfecta. Gracias.
La mar, que da mucha tarea.
Sumamente amable, señor Marinero. Le agradezco su visita y su generoso comentario entre ola y ola.
Muchas gracias.
A ti, José Manuel.
Emocionante. Gracias.
A ti por venir, Javier.
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