25 marzo 2010

ni división, ni duda...

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Mara- y- Tacoa
...te preocupas y agitas con muchas cosas;
en verdad sólo una es necesaria. María ha
escogido la mejor parte, y no le será quitada.
Lc,10
No sé dónde estarán, igual que tantas cosas,
de estar en algún sitio —sin sitio— pero a veces
me recuerdan a aquellas criaturas de un fósil
que de pronto aletean dando vida a las piedras.

No sé dónde estarán, pero siempre me llaman,
cada vez que despierta también desde su huella
la locura que espera, saltando sobre el tiempo,
volver a acariciarlos, cuando el tiempo termine.

No sé dónde ni cómo pero los veo ahora,
como todo lo mío, de un color de resina,
tras un fanal brillante, tan terso y tan pulido
como el cristal que parte los lados de un espejo.

Ellos están allí, donde siempre han estado,
y yo soy el que falta sobre la hierba rala
que agosta el sol de plano, junto a las peñas grises,
de espaldas a los chopos que habitan los jilgueros.

Hay un perro que corre y otro perro tumbado.
Hay un perro que salta sin parar y otro quieto.
Hay un perro que todo lo remueve, lo husmea,
y otro absorto, quisiera decir que pensativo.

De los dos, uno irrumpe con ladridos y gime
cada vuelta nerviosa que descubre un reclamo:
una flor, una mata de tomillo, una abeja,
un ratón que se asoma levantando el terreno.

Hay veces que, aturdido, parece que se queja
—las raras ocasiones que se rompe, agotado—
del trajín que acumula sin poder dar abasto
a las mil mariposas que lo hostigan sin tregua.

Mientras tanto, su hermano —porque son dos hermanos
pese a ser tan distintos, y una sangre los junta,
y no hay nada en el mundo que pueda separarlos—
ajeno a cuanto pasa, ni siquiera lo mira.

Este perro en reposo permanente, de tardos
movimientos escasos y seguros, vigila
lo que nunca se mueve detrás del horizonte,
lo que siempre parece anunciarse a lo lejos.

Y así, cuando uno trisca sacudiendo la baba
que hace cintas al aire, repartiendo mordiscos,
y el otro alza el hocico, sólo atento a la mano
de aquél al que le basta llamarlo con un gesto;

así, como dos ramas crecidas de un mismo árbol,
como si fueran pájaro que empujan sus dos alas,
como el día y la noche, que giran en un círculo,
así despiertan juntos los dos de mi recuerdo.

Eran dos, eran dos como el sol y el verano.
Eran dos como el hueco de vivir y la vida.
Y no como figuras o signos que explicaran
con el uno el error, con otro la certeza.

Con los dos perros negros encendidos de manchas
que teñían sus patas y sus pechos de fuego,
con los dos grandes perros, pastores de ese tiempo
que guarda mi memoria, sepultado entre símbolos;

con los dos centinelas de mi monte y mi cielo,
se me divide el alma... Pero si el alma entera
volviera a hacerse niña juntando sus mitades,
y si alguien, ese día, cuando el tiempo termine,

despertara, pero alguien no como yo, sino alguien
que fuera para ellos, como Dios, niño y dueño,
ya no habría parábolas, ni división, ni duda;
ellos ya no tendrían ni premios ni castigos.

Sólo habría una sola mirada compasiva
del amo a esos dos seres, juntos en la hermosura,
que ya no necesitan oír del que obedecen
cuál es la mala parte, cuál es la vida buena.
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Enrique Andrés Ruiz, Estrella de la tarde, Fundación Mainel, Valencia, 2000

2 comentarios:

julio martínez mesanza dijo...

Es un poema memorable. ¡Cuántas veces me he sorprendido a mí mismo recitando sus últimas estrofas!

Cristina Brackelmanns dijo...

Sí, Julio, sí. Es de los poemas que se quedan para siempre y acompañan la vida... o el hueco de vivir.

Yo también me sé y me repito, depende del momento: "eran dos...", "pero si el alma volviera a hacerse niña...", "una sola mirada compasiva..."

Pero cada vez que lo leo, que es bastante a menudo porque no sé qué tiene que tranquiliza y consuela, se me queda algo nuevo. Lo último es "la locura que espera, saltando sobre el tiempo, volver a acariciarlos..."