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Aquí tenéis unos pequeños extractos del libro de Bobin de este verano. Es decir, del único libro de este verano inapetente y estragado en el que todo se me caía de las manos (no es la primera vez, son como empachos, demasiada lectura de todo lo que pillo. Los despliegues de ingenio, los discursos redondos, encantados de sí mismos y despectivos de cuanto estorba, las discusiones sin fin -en ambos sentidos-, toda esa cháchara inteligente y mañosa que tanto me entretiene otras veces, pasa a producirme náuseas y una especie de aborrecimiento del intelecto humano. Mucho mejor pasear, guisar, encerar los muebles o dedicarse a la jardinería). En esos casos sé que tengo que volver a Bobin, a sorbos, como un reconstituyente. Por fortuna tenía pendiente la lectura de Les ruines du ciel (Gallimard 2009). A la cuarta página ya empecé a sentirme desintoxicada, para la décima ya me había reconciliado con el mundo.
La destrucción de Port-Royal por Luis XIV, según reza la contraportada, es el hilo conductor de este libro por el que desfilan músicos (con Bach como protagonista absoluto), abadesas, Pascal que va y que viene, gorriones, Richelieu, limones en un plato, la escritura, Emily Dickinson, la madre del autor... o la luz de cada día. Un hilo que también es esa luz, la que atraviesa las celosías de Port-Royal, la que se demora en el calado de los cestos que vende el gitano en el mercadillo de Creusot, la que se desliza hasta la habitación 115 del geriátrico. Esa luz que es sólo una y distinta cada vez.
De la destrucción trata, sí, pero también de la pervivencia, y de esa fuerza de nada que viene de no se sabe dónde y es capaz de poner en jaque al mismo Rey-Sol. Trata de las tercas y asombrosas construcciones y de las ruinas vivas.
Dice Bobin: C'est par sa destruction totale que Port-Royal triomphe: le Bien finit toujours par perdre, c'est sa manière de gagner. De eso, en definitiva, es de lo que en este libro habla Bobin, con ese modo tan suyo de señalar y enhebrar, con su peculiarísima mirada y la voz inconfundible de siempre. Una voz queda pero bien clara, como la del apuntador:
Tras la muerte de Vermeer en 1675, su viuda entrega dos cuadros al panadero para saldar la deuda pendiente de varios años de consumo de pan. Por un lado la luminosidad nacarada de las pinturas, por el otro la corteza dorada del pan caliente: El canje es mucho más satisfactorio para el espíritu que la relación hoy obligada entre la obra maestra y el dinero. El pan y la belleza son dos reinos comparables, dos alimentos indispensables para la vida eterna de cada día.
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Cada día tiene su veneno y, para quien sabe ver, su antídoto.
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No hay más que una sola vida, y nunca se acaba.
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El Señor de la Rivière deja el mundo en el que disfrutaba de una buena posición para convertirse en guardabosques de Port-Royal. Tras dormir vestido sobre un jergón, pasa sus días en la arboleda; entre sus manos una Biblia en hebreo que el murmullo talmúdico de los grandes castaños va descifrando. El Señor de la Petitière, de sangre arrebatada, de quien se dice que "echa fuego por los ojos", renuncia a una carrera militar prometedora para convertirse en el zapatero de las monjas. El cielo, para quien lo ha visto una vez, no tiene rival.
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Los ojos de los pobres son ciudades bombardeadas.
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El gato ha atrapado un saltamontes, ha hecho de él un juguete de agonía, después lo ha destripado, y Dios, que era el gato y el saltamontes, verdugo y víctima, se ha vuelto loco.
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Las flores en los cementerios, con los gritos de sus colores, impiden al cielo pasar demasiado rápido por encima de las tumbas.
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Existe la moda y existe el cielo, y entre las dos cosas, nada. Lo que vuelve difícil la lectura de la vida es que existen modas de todo, incluso del cielo.
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La muerte se llevó a mi padre pero olvidó su sonrisa, del mismo modo que un ratero sorprendido huye abandonando una parte de su botín.
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Toda nuestra vida no está hecha más que de fracasos, y esos fracasos son ventanales rotos por donde entra el aire. [et ces échecs sont des carreaux cassés par où l'air entre, dice el original, con un endecasílabo que suena a cristales rotos y evoca las casillas del tablero de ajedrez - jeu d'échecs-, al que sigue una tromba de aire en cinco sílabas. Traducirle siempre es un dolor]
Christian Bobin, Les ruines du ciel, Éditions Gallimard, 2009, Collection Folio. [ traducc. mía]
2 comentarios:
Estos aristócratas franceses recuerdan mucho a algunos de los descritos por Chateaubriand, poco antes de la Revolución. ¿Cierto orgullo puede ser un camino hacia la santidad?.
Reciba mis saludos.
Venía de sus pagos, sr. del Retablo. Colgaré en su honor algo de W.Beinhauer sobre el carácter español por si tarda en encontrar el libro (en el que precisamente dedica un capítulo al tema del orgullo: Stolz wie ein Spanier, dicen los alemanes).
Es muy interesante su comentario. Más que de orgullo, yo hablaría de arrojo, de magnanimidad, y de las virtudes de la nobleza -de la que lo es, como su capacidad de tomar grandes decisiones y entregar la vida por una causa (y también de sus privilegios, claro; supongo que no todos podían disponer de su vida tan liberalmente).
Es complicado el tema del orgullo, sr. del Retablo, y más aún el del camino hacia la santidad, pero puede ser, cierto orgullo puede ser, aunque echar parches a las suelas de las monjas en principio parece un buen modo de domarlo. O no, depende, siempre depende.
Reciba usted también mis más cordiales saludos.
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