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Este domingo de Pascua volvieron a leer el pasaje del Evangelio en el que san Juan describe lo que Pedro y "el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús" se encontraron al llegar al sepulcro vacío (con esa fórmula feliz para referirse a sí mismo que le libra del autobombo y de la impertinencia del 'yo', y le permite decir lo que tanto le importa y le complace repetir cuando habla de Jesús: que Jesús le quería) .
Desde siempre -es decir desde hace unos años- hay un detalle en esa descripción que me intrigaba mucho, como si guardara un secreto o un mensaje que no alcanzaba a entender, un detalle que me parecía precioso sin saber muy bien por qué. Está en Juan 20:7, y dice así: "Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte". Ya digo que no sé la razón, pero si la imagen de las vendas en el suelo es una alegría, la de ese paño, el que normalmente se usaba para enjugar el sudor del rostro, "no por el suelo" sino "enrollado en un sitio aparte" ("plegado" o "envuelto" dicen otras versiones), me emocionaba de un modo especial.
Tan es así, que cuando estuve en Jerusalén, en la visita al Santo Sepulcro, hace casi cuatro años, no dejaba de verlo, enrollado, dobladito, sobre la repisa que forma la pared en un lado. A punto estuve de preguntarle al sacerdote ortodoxo que guarda el Sepulcro, sentado a la entrada y siempre absorto en su libro de rezos: ¿Qué le lleva al Hijo de Dios recién resucitado a coger el paño que le cubría el rostro, enrollarlo y depositarlo así, con ese miramiento, en un sitio aparte? ¿Por qué lo hace? ¿Por qué san Juan lo señala? Pero no me atreví a interrumpirle, tampoco sabía si nos habríamos podido entender.
He buscado por donde he podido, por ejemplo en la Catena Aurea (que aprovecho para agradecer a http://hjg.com.ar/catena/c0.html ), por ver qué comentaban los Santos Padres. Crisóstomo dice que Pedro lo examinó todo con la mayor escrupulosidad, y menciona el sudario, pero sólo para hacer ver que los ladrones no hubiesen tenido cuidado de quitárselo y envolverlo, poniéndolo en un sitio diferente del de los lienzos, sino que hubiesen tomado el cuerpo como se encontraba, con todos los lienzos adheridos por la mirra y las heridas. San Gregorio comenta que está separado por haber envuelto la cabeza de Cristo y ser símbolo de su divinidad, y que está enrollado porque su grandeza no tiene principio ni fin. Es una lectura muy profunda, pero ¿se dedicaría Jesús a dejar esa lección, recién resucitado y aún dentro de la tumba, en los dobleces de un paño? Tampoco Ana Catalina Emmerick, que desde niña contemplaba la vida y la Pasión de Cristo con tanta naturalidad que creía que lo mismo le ocurría a todo el mundo, tan minuciosa, como mujer, en todo lo que se refiere a los trapos y las vestiduras, aclara nada al respecto.
Las cosas que le llaman la atención a uno, aunque no se entiendan, no hay que olvidarlas, hay que llevarlas consigo, hasta que un día cualquiera, ellas solas y a lo tonto, se encuentran con esa parte que les faltaba, con su respuesta o lo que al menos a ti te lo parece, y te dan una alegría. A veces creo que sólo te llaman la atención para darte la alegría.
La cuestión es que hace un par de días, y perdonadme que pase a los asuntos tontos pero es que ahí es donde tienen la costumbre de esconderse las piezas perdidas, abrí el armario de mi hija, ese campo de batalla, y ¡oh maravilla! todo bien alineado, los montones clasificados como un ejército en orden de revista, los chales y los pañuelos bien doblados y no al rebuño... qué gratísima sorpresa; hasta los cajones con las medias y los calcetines ordenados por colores y enrollados... Y me paré a pensar: igual que los enrollaba mi madre... como me enseñó a enrollarlos... cuánto le gustaría verlo... cuánto habría querido a su nieta... ¿los verá desde donde esté, doblados a su estilo?...
Y en esto me acordé del sudario, enrollado, con mimo, bien colocado aparte, no por el suelo: Para que Ella lo viera.
Quizá, no lo sé, pero a mí me lo explica y me llena de contento pensarlo, es posible que ese paño fuera de María; no sería extraño que el rostro se lo hubiera cubierto su Madre después de mirarlo y besarlo por última vez. Es posible que su Hijo lo dejara enrollado como le había visto durante años enrollar y plegar los lienzos, como le habría enseñado. Un Hijo recién resucitado sí se dedica, antes de salir de la tumba, después de tanto dolor, después de aquellas miradas, a plegar con amor y gratitud un paño, a dejárselo en un sitio aparte y bien visible, a Ella, que entendería lo que le estaba diciendo: soy el de siempre, sigo siendo tu Hijo, lo enrollo para ti, mira si estoy vivo.
Este domingo de Pascua volvieron a leer el pasaje del Evangelio en el que san Juan describe lo que Pedro y "el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús" se encontraron al llegar al sepulcro vacío (con esa fórmula feliz para referirse a sí mismo que le libra del autobombo y de la impertinencia del 'yo', y le permite decir lo que tanto le importa y le complace repetir cuando habla de Jesús: que Jesús le quería) .
Desde siempre -es decir desde hace unos años- hay un detalle en esa descripción que me intrigaba mucho, como si guardara un secreto o un mensaje que no alcanzaba a entender, un detalle que me parecía precioso sin saber muy bien por qué. Está en Juan 20:7, y dice así: "Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte". Ya digo que no sé la razón, pero si la imagen de las vendas en el suelo es una alegría, la de ese paño, el que normalmente se usaba para enjugar el sudor del rostro, "no por el suelo" sino "enrollado en un sitio aparte" ("plegado" o "envuelto" dicen otras versiones), me emocionaba de un modo especial.
Tan es así, que cuando estuve en Jerusalén, en la visita al Santo Sepulcro, hace casi cuatro años, no dejaba de verlo, enrollado, dobladito, sobre la repisa que forma la pared en un lado. A punto estuve de preguntarle al sacerdote ortodoxo que guarda el Sepulcro, sentado a la entrada y siempre absorto en su libro de rezos: ¿Qué le lleva al Hijo de Dios recién resucitado a coger el paño que le cubría el rostro, enrollarlo y depositarlo así, con ese miramiento, en un sitio aparte? ¿Por qué lo hace? ¿Por qué san Juan lo señala? Pero no me atreví a interrumpirle, tampoco sabía si nos habríamos podido entender.
He buscado por donde he podido, por ejemplo en la Catena Aurea (que aprovecho para agradecer a http://hjg.com.ar/catena/c0.html ), por ver qué comentaban los Santos Padres. Crisóstomo dice que Pedro lo examinó todo con la mayor escrupulosidad, y menciona el sudario, pero sólo para hacer ver que los ladrones no hubiesen tenido cuidado de quitárselo y envolverlo, poniéndolo en un sitio diferente del de los lienzos, sino que hubiesen tomado el cuerpo como se encontraba, con todos los lienzos adheridos por la mirra y las heridas. San Gregorio comenta que está separado por haber envuelto la cabeza de Cristo y ser símbolo de su divinidad, y que está enrollado porque su grandeza no tiene principio ni fin. Es una lectura muy profunda, pero ¿se dedicaría Jesús a dejar esa lección, recién resucitado y aún dentro de la tumba, en los dobleces de un paño? Tampoco Ana Catalina Emmerick, que desde niña contemplaba la vida y la Pasión de Cristo con tanta naturalidad que creía que lo mismo le ocurría a todo el mundo, tan minuciosa, como mujer, en todo lo que se refiere a los trapos y las vestiduras, aclara nada al respecto.
Las cosas que le llaman la atención a uno, aunque no se entiendan, no hay que olvidarlas, hay que llevarlas consigo, hasta que un día cualquiera, ellas solas y a lo tonto, se encuentran con esa parte que les faltaba, con su respuesta o lo que al menos a ti te lo parece, y te dan una alegría. A veces creo que sólo te llaman la atención para darte la alegría.
La cuestión es que hace un par de días, y perdonadme que pase a los asuntos tontos pero es que ahí es donde tienen la costumbre de esconderse las piezas perdidas, abrí el armario de mi hija, ese campo de batalla, y ¡oh maravilla! todo bien alineado, los montones clasificados como un ejército en orden de revista, los chales y los pañuelos bien doblados y no al rebuño... qué gratísima sorpresa; hasta los cajones con las medias y los calcetines ordenados por colores y enrollados... Y me paré a pensar: igual que los enrollaba mi madre... como me enseñó a enrollarlos... cuánto le gustaría verlo... cuánto habría querido a su nieta... ¿los verá desde donde esté, doblados a su estilo?...
Y en esto me acordé del sudario, enrollado, con mimo, bien colocado aparte, no por el suelo: Para que Ella lo viera.
Quizá, no lo sé, pero a mí me lo explica y me llena de contento pensarlo, es posible que ese paño fuera de María; no sería extraño que el rostro se lo hubiera cubierto su Madre después de mirarlo y besarlo por última vez. Es posible que su Hijo lo dejara enrollado como le había visto durante años enrollar y plegar los lienzos, como le habría enseñado. Un Hijo recién resucitado sí se dedica, antes de salir de la tumba, después de tanto dolor, después de aquellas miradas, a plegar con amor y gratitud un paño, a dejárselo en un sitio aparte y bien visible, a Ella, que entendería lo que le estaba diciendo: soy el de siempre, sigo siendo tu Hijo, lo enrollo para ti, mira si estoy vivo.