23 mayo 2011

Como el mono de Ortega (2)

   Continuación: ¿Desajustes ? (1)

"... No es, pues, ateniéndonos a la cronología estricta o matemática de los años como podemos precisar las edades. Porque ¿cuántas y cuáles son las edades del hombre? En otro tiempo, cuando la matemática no había aún devastado el espíritu de la vida —allá en el mundo antiguo y en la Edad Media y aun en los comienzos de la modernidad— meditaban los sabios y los ingenuos sobre esta gran cuestión. (...) Hay para todos los gustos: se ha segmentado la vida humana en tres y cuatro edades —pero también en cinco, en siete y aun en diez—. Nada menos que Shakespeare, en la comedia A vuestro gusto, es partidario de la división septenaria: "El mundo entero es un teatro y todos los hombres y las mujeres no más que actores de él: hacen sus entradas y sus salidas, y los actos de la obra son siete edades." A lo que sigue una caracterización de cada una de éstas.

Pero es innegable que sólo las divisiones en tres en cuatro han tenido permanencia en la interpretación de los hombres. Ambas son canónicas en Grecia y en el Oriente, en el primitivo fondo germánico. Aristóteles es partidario de la más simple: juventud, plenitud o akmé y vejez. En cambio, una fábula de Esopo, que recoge reminiscencias orientales y una añeja conseja germánica que Jacobo Grimm espumó nos hablan de cuatro edades: "Quiso Dios que el hombre y el animal tuviesen el mismo tiempo, treinta años. Pero los animales notaron que era para ellos demasiado tiempo, mientras al hombre le parecía muy poco. Entonces vinieron a un acuerdo y el asno, el perro y el mono entregan una porción de los suyos, que son acumulados al hombre. De este modo consigue la criatura humana vivir setenta años. Los treinta primeros los pasa bien, goza de salud, se divierte y trabaja con alegría, contento con su destino. Pero luego vienen los dieciocho años del asno y tiene que soportar carga tras carga: ha de llevar el grano que otro se come y aguantar puntapiés y garrotazos por sus buenos servicios. Luego vienen los doce años de una vida de perro: el hombre se mete en un rincón, gruñe y enseña los dientes, pero tiene ya pocos dientes para morder. Y cuando este tiempo pasa vienen los diez años de mono, que son los últimos: el hombre se chifla y hace extravagancias, se ocupa en manías ridículas, se queda calvo y sirve sólo de risa a los chicos".
Esta conseja, cuyo dolorido realismo caricaturesco lleva la marca típica de la Edad Media, muestra acusadamente cómo el concepto de edades se forma primariamente sobre las etapas del drama vital, que no son cifras, sino modos de vivir."


Ortega y Gasset. "Idea de las generaciones".


[Según Ortega el concepto de edad no es "de sustancia matemática", sino vital: las edades son "modos de vivir". Pues qué bien. Lo malo viene cuando lo ilustra con el cuentecillo de Grimm -en el que casualmente vuelve a enredarnos con las matemáticas- y lo más malo cuando, dispuesta a hacer caso omiso del número, que siempre fue una grosería, intentas aplicarlo a tu "modo de vivir" y descubres que eres un engendro raro, medio asno-medio perro-con una pizca de mono: "Asno" porque sigues llevando el grano y aguantando puntapiés en el sueldo; "perro" porque según enciendes la tele o lees cierta clase de cosas no puedes dejar de gruñir -que es muy mal síntoma, lo admito, sobre todo porque si lo que sale es Zapatero o lo que leo es un sermón de Peces Barba, me embalo que ni te cuento- y "mono" porque un buen día descubres con sorpresa que empiezan a reírse, o a mirarse con guasa, sin que les hayas contado ningún chiste. 
Cuando eso ocurre, hay que convencerse de que uno está mayor. Yo debo de estarlo mucho, porque graciosa nunca he sido y este fin de semana no han parado de mondarse. Empezaron a cruzar miradas cuando me arranqué en defensa de los indignados de Sol; después me contaron unas cuantas cosas que me abrieron los ojos sobre la movida en cuestión -eso también te hace sentir mayor, porque ayer mismo era yo la que intentaba abrírselos- y terminaron tronchados de imaginarme con pancarta y rastas. Vale, merecido lo tengo.
Lo mejor, sin embargo, fue que el domingo se me ocurrió decir "periquete". Y mira que no dije "santiamén", que les habría dado un ataque de peritonitis aguda, sino sólo "en un periquete".
Definitivamente estoy mayor, y la datación por el léxico, según parece, funciona mejor que la del carbono-14. A saber: Si dices "en un santiamén" eres un ser prehistórico, si dices "en un periquete" eres del siglo pasado, si dices "en un pispás" no estás nada al día... Lo del día, por si no lo sabíais, es decir "en 0-' ", o lo que es lo mismo, "en cero-coma": llego en cero-coma, eso lo hago en cero-coma... Si os dais cuenta, son dos mundos bien distintos los que se resumen en aquel "santiamén" y en este "cero-coma". Lo del "periquete", que hay que reconocer que suena a tebeo, y más aún lo del "pispás", mejor olvidarlo, pero el "santiamén" y el "cero-coma" lo dicen todo. Ellos sí que encierran dos "modos de vivir".

En fin,  que entre que no llevo rastas y digo "periquete" me siento mayor, no sé si lo he dicho. Resulta que no pinto nada en Sol y me tengo que seguir indignando por mi cuenta en casa, y  para colmo hablo como la madre de Zipi y Zape. Menos mal que el público se divierte y es agradecido.]

09 mayo 2011

¿Desajustes? (1)

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“… el cuerpo ciertamente madura desde los treinta años hasta los treinta y cinco, pero el alma hacia los cuarenta y nueve”.Aristóteles. Retórica II

[Los cálculos de Aristóteles parten de la división de la vida humana en ciclos de siete años (hebdomadarios) propuesta por Solón, quien a su vez la tomó de los pitagóricos. Aristóteles coincide con Solón en lo que se refiere a la plenitud del alma (que según Solón alcanza su esplendor entre la séptima y la octava hebdómadas: entre los 43 y los 56 años), pero curiosamente retrasa una hebdómada la edad de la plenitud física (que para Solón se producía en la cuarta: entre los 22 y los 28 años).
Puede que Aristóteles rondara ya los cuarenta y nueve años y se resistiera a contemplar la plenitud física como asunto del pasado. O quizá quiso permitir el encuentro, por un leve instante, en algún punto entre los treinta y cinco y los cuarenta y nueve, de un cuerpo y un alma plenos (o casi todavía el primero y casi ya la segunda). Es posible, sencillamente, que Aristóteles, sensible como todos al paso del tiempo sobre su persona, estuviese movido por la coquetería, o por el orgullo, cuando ajustaba en la Retórica, para acercarlos, los periodos de Solón.
Cuentas aparte, la cuestión es esta: Según el criterio de Solón, y según el de Aristóteles aunque intente corregirlo un poco, la plenitud del cuerpo y la del alma nunca se dan juntas. Cuando se alcanza la primera, el alma está en pañales. Para cuando llega la segunda, la primera se ha perdido. ¿Se trata sólo de ritmos de crecimiento distintos? ¿Se trata de alguna clase de incompatibilidad? ¿Es que no caben las dos en el hombre? ¿Está el hombre siempre a medias? ¿Tiene alguna razón la naturaleza,  sabia como es, para comportarse así?
Y una cuestión al margen pero no menor ¿De qué ciclos vitales hablamos? ¿Acaso son semejantes los de hombres y mujeres? A la vista está que ninguno de los dos periodizadores se molestó en considerarlas. ¿Quizá porque, tratándose de mujeres, la plenitud del alma -suponiendo que les concedieran tenerla- no entraba en sus cálculos que la alcanzaran jamás? ¿O sería más bien porque -modestia aparte y más que nada por incordiar- de haberse parado a observarlas, habrían descubierto que ellas vienen mejor ajustadas de fábrica, que en ellas la madurez del alma y la plenitud del cuerpo no son excluyentes, que en las mujeres -seguramente porque tienen que parir y criar y la naturaleza se esmera- pueden convivir las dos, mientras que en los hombres, según parece, no?
Y esto último no lo digo yo, sino que lo dicen ellos, y Solón era uno de los siete sabios, y Aristóteles... pues nada menos que Aristóteles.]

03 mayo 2011

Juan Pablo II. Coincidencias y segundos nacimientos.

Era el mes de junio de 1993. A primera hora de la mañana, después de pasar un buen rato sola en la parada del autobús a media altura de Serrano, me di cuenta de que el autobús no llegaba, ni llegaría, porque estaban cortando y desviando el tráfico. Mientras me decía lo de siempre,a saber: "estás en Babia", y decidía si tirar para el Metro o echarme a andar, empezaron a pasar motoristas; detrás venían unos coches negros con banderitas del Vaticano. Entonces caí en que Juan Pablo II estaba en Madrid -había venido para la consagración de la Almudena- y se desplazaba camino de alguno de los actos previstos para esa mañana. Todavía estaba cayendo cuando la comitiva se detuvo un momento mientras la policía paraba la circulación de la transversal. Miré dentro del coche que tenía delante y allí estaba él, mirando también. Los que se hayan encontrado con esa mirada saben cómo era y cuánto afecto transmitía: mirada de pastor buscando a sus ovejas incluso tras la ventanilla de un coche a punto de arrancar. Fue un segundo en el que no supe qué hacer, ni si tendría que saludar ni cómo hacerlo. Juan Pablo II hizo un gesto con la cabeza y sonrió, y el coche se puso en marcha y desapareció.

Era el mes de abril del año 2005. Dos meses antes, a finales de enero, mi hija, un día de colegio al terminar el recreo tropezó, se apoyó en la puerta acristalada de la clase y la atravesó con la mano. El cristal le seccionó el nervio cubital de la muñeca derecha. Me avisaron a las 12, y a las cuatro de la tarde la operaban de urgencia con la mano ya insensible. Podría entrar ahora en decenas de detalles, como que, una vez operada, te enteras de que esas suturas deben practicarse por un cirujano plástico y al microscopio, pero en aquel momento en el quirófano sólo había un traumatólogo con los ojos que Dios le dio; como que el traumatólogo, que era un buen hombre, no pudo disimular la pena cuando al día siguiente la niña le preguntó si podría tocar pronto el piano; como que le fabricaron una férula con velcros para mantenerle estirados los dedos que se le empezaban a agarrotar; como que recorrimos las consultas de un sinfín de médicos; como que a finales de marzo la mano se daba por perdida. Sólo había que decidir si se la volvía a operar, con bastante riesgo y casi ninguna esperanza, o se le insertaban unos hierros para evitar la "mano de garra"... que así lo llamaban. Teníamos cita y había que llevarlo decidido el 5 de abril.

La noche que murió Juan Pablo II, un par de días antes de la consulta, sentada delante de la televisión sin atender apenas, ponían un reportaje sobre su vida. De repente volví a verle mirando y sonriendo, también se le veía rezando en sitios muy diferentes, siempre arrodillado, rezando como él rezaba... entonces me di cuenta de que llevaba más de dos meses sin dormir, hecha una desolación, cavilando, haciendo gestiones y corriendo de médico en médico... pero aún no me había parado a rezar. Esa noche recé, toda la noche, como no lo hacía desde mucho tiempo atrás, y a quien recé fue a Juan Pablo II; después de tanto olvido no me atrevía a hacerlo sin él de intermediario: que si se encontraba con Dios le dijese... , que le contase esto y aquello, que le preguntase por qué lo de más allá... Fue muy largo, creo que en algún momento nuestro intermediario nos dejó a solas, hacía tanto tiempo, había tantas cosas... por suerte la paciencia de Dios es infinita. Creo también que nacemos de cabeza y renacemos de rodillas. Casi amanecía cuando sentí que, pasara lo que pasara, podríamos con ello, que aunque así nos lo parezca a veces, nunca estamos solos, y al fin pude dormir. Como reza con exactitud el Salmo 34: "Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha/ y lo libra de todas sus angustias". Nada dice sobre lo que le aflige, nada sobre librarlo de ello, pero del miedo y las angustias, del verdadero enemigo, sí lo libra. Aunque por aquel entonces no lo sabía, o no lo recordaba. No recordaba nada por entonces.

Juan Pablo II me ayudó a recordar. Por otra parte, unos días después, en la consulta, el médico observó una mínima señal de sensibilidad en un dedo y pensó que había que esperar. Esperamos, en los dos sentidos. Al final del 2005 volvió a tocar el piano. Sólo, fijándose mucho, puede apreciarse que tiene la mano derecha ligeramente más fina que la izquierda.

Coincidencias o algo más que coincidencias, no soy quién para decirlo, aunque tenga mi opinión. Llevo tiempo leyendo críticas a lo que han dado en llamar "juanpablismo", y tengo que decir que tampoco me convencen mucho los movimientos y los jolgorios masivos, ni contar estas cosas en un blog, pero sé que Juan Pablo II era alguien con quien uno se encontraba, de cerca, de lejos, en la televisión o en los comentarios de un libro de Salmos, y ese encuentro dejaba huella, como la dejaba la Madre Teresa y como la han dejado los santos toda la vida. La huella que dejó en mí es una enorme deuda, por eso lo cuento. La religiosa curada de Parkinson de un día para otro, Marie Simon-Pierre, en cuyo caso elegido entre varios cientos se ha basado la beatificación, a la pregunta de si lo consideraba un milagro respondió que para ella fue como un segundo nacimiento, que estaba enferma y ahora está curada, y que el resto deberá decidirlo la Iglesia. Pues eso mismo, ni más ni menos.