23 agosto 2010

En la hospedería del Valle de los Caídos (1)

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El domingo a media tarde me dejaron en la hospedería de los monjes benedictinos del Valle; iba con la idea de quedarme una semana.

En el comedor, a la hora de la cena, no llegábamos a veinte; muchos ancianos, algún matrimonio, un par de señoras solas, un par de caballeros, todos en mesas separadas. Me alegró ver en la mesa de al lado un niño con sus abuelos. Al terminar de cenar anochecía y salí a dar un paseo. En un momento, como se baja un telón, cayó la noche a plomo. Enfrente, en la abadía, los monjes empezaron a cantar Completas con las ventanas del coro abiertas de par en par. Terminaron, cerraron las ventanas, se apagaron las luces y se hizo el silencio. El valle quedó oscuro y sobrecogedor, como boca de lobo hambriento.

Sales de la ciudad y descubres lo que significan exactamente "noche" o “silencio”. Lo que significaban es que a las 12 de la noche ya quería irme, pensaba que me había equivocado. Cogí el móvil para pedir que me recogieran cuanto antes y nada, muerto, no había cobertura, la cosa no tenía remedio. Subí a la habitación, me senté a la mesa de pino que estaba junto a la ventana, encendí el flexo, abrí mi fray Luis, lo cerré... Con tanto silencio no había quien leyera.

Al despertar olía a romero, hacía un día esplendido y desde la abadía llegaban de nuevo los cantos de monjes; cantaban Laudes con las ventanas abiertas al valle. Recordé el himno que dice “Qué mañana de luz recién amanecida… despertad, es hora de nacer…” Acabaron, volvieron a entornar las ventanas y bajé a desayunar. Al dar los buenos días, Héctor, el niño de la mesa vecina, me preguntó cómo me llamaba y si tenía amigos, después me cambió mi minicaja de Chococrispis por su mermelada y se llevó el pan de sobra para echárselo a los peces. Los intercambios siempre son buenos, sentí no tener diez años para irme a jugar con él.