03 septiembre 2010

En la hospedería del Valle de los Caídos (2)



-El portero de la Abadía me explicó muy amablemente (no se le parecía en nada, pero me acordé de Sebastian Flyte) que todos los días a las 11 se podía asistir a la Misa conventual en la cripta de la Basílica, también se podía participar en los oficios de Laudes y Vísperas con la comunidad.
Los monjes se reúnen siete veces durante el día a cantar el oficio divino, más o menos cada tres horas, tal como ordena la Regla de San Benito (...Dice el profeta "siete veces al día te alabé". Nosotros observaremos este sagrado número septenario si cumplimos los oficios de nuestro servicio en Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas), y se levantan otra en la noche (Pues de las vigilias nocturnas dice el mismo profeta "A media noche me levantaba para darte gracias", levantémonos por la noche para darle gracias...), y asombrosamente, porque además trabajan, nunca parecen cansados ni se les escapa un bostezo. Cada semana salmodian los 150 salmos de un salterio completo y cada domingo vuelven a empezar.
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A las 11 estaba en la Basílica. Ver entrar a los monjes en doble fila, silenciosos y con la cabeza baja, con esa difícil mezcla de humildad y grandísima dignidad que supongo que dan los años de sujeción a la Regla, ya impresiona. El recogimiento y la solemnidad de la celebración aunque era una Misa de diario (una distinción absurda, como si lo que ocurre no fuera lo mismo en diario que en festivo)); el cuidado, casi diría mimo, de la liturgia; el canto gregoriano y el eco doblándolo en las naves como si las piedras se echaran a cantar (ese Kyrie al empezar que de inmediato te plantaba en los adentros, ese Gloria como un rompimiento de gloria...); el incienso subrayando y adorando... Todo ayudaba a levantar el corazón y abrirlo al misterio. Corazones caídos que se levantan, corazones cerrados como puños que se abren, por eso el rito, aunque es repetición, nunca es rutina. El rito es recuerdo del significado, lo contrario de la rutina, que es su olvido.
Al terminar la Misa volvieron a salir en fila, con los ojos bajos, como uno solo con muchos pies. No es un modo de hablar muy subido pero "ahí queda eso" fue lo que se me vino a la cabeza mientras pasaban, y "gracias" también.
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Al salir, a 1.500 metros de altura y con el móvil muerto, ya no me sentía aislada. Pensaba en esa homogeneidad, la de la comunidad, la del mismo canto, sin brillos, sin solos, sin tenores ni barítonos, sin concesiones a la sentimentalidad, en ese apagamiento del "yo" que sin embargo alimenta el alma. En esa uniformidad que, al revés que tantas otras, hace crecer y dignifica; como si borrara el "yo" sobrante y falso para hacer crecer el verdadero, al revés que tantas otras. En el despojamiento que enriquece. Pensaba en la vida pautada, pautada hasta extremos que no resistiríamos dos días -sólo hay que leer la Regla- y en la obediencia, y en la calma y la paz que desprenden y en cómo edifican con su sola presencia. Pensaba en las órdenes de predicadores, que cultivan la palabra, y en las que cultivan el silencio, que también predican; en la importancia del lenguaje de los gestos, eso que ahora han descubierto los psicólogos y los expertos en recursos humanos y lleva siglos practicándose en la liturgia, y en que un monje silencioso y con los ojos bajos es puro lenguaje, un lenguaje que traspasa.
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Con todo esto y dando vueltas por la explanada, decidí que necesitaba urgentemente un plan. Un plan no es una Regla pero es fundamental cuando se llega desarreglado. De momento domestica el tiempo, lo pone de tu parte y, por simple que sea, ya es algo que obedecer. Decidí que los cantos de Laudes los oiría desde mi cuarto al despertar, que no era cosa de andar llamando a las puertas de ninguna abadía a esas horas. Después iría a la Misa de la Basílica y, al salir, tiraría monte arriba; por la tarde, antes de Vísperas, tiraría monte abajo. Las butacas bajo los chopos a la entrada de la hospedería parecían un sitio ideal para leer en los ratos libres y, escondida al fondo del patio acristalado, descubrí una máquina que por 50 céntimos te daba un café y las gracias. Con la abadía enfrente, un plan y hasta café, la semana por delante empezaba a pintar de maravilla.

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